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PARTE QUINTA

¿Es razonable ser creyente?

50 cuestiones actuales en torno a la fe

Alfonso Aguiló

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PARTE  QUINTA

V. LA CUESTIÓN DEL SEXO

 

33. SEXO Y SENTIMIENTOS: ¿ES NECESARIO APRENDER?

El amor y el sexo

Aprender a amar

Un cierto “entrenamiento”

Educar la sexualidad

Autodominio sobre la imaginación y los deseos

34. ¿HAY ALGO MALO EN EL PLACER?

Una ansiosa búsqueda

Placer y felicidad

¿Evitar el placer?

El peaje de la renuncia

35. ¿UNA OBSESIÓN INDUCIDA?

La omnipresencia del sexo

Un daño para la afectividad

¿Y cómo Dios nos lo ha puesto tan difícil?

Arte y pornografía

36. ¿UN “RESPIRO” DE VEZ EN CUANDO?

Somos humanos...

Vidas arruinadas por la lujuria

¿Pecado?

Concretando un poco

¿Confesar los propios pecados a otro hombre?

37. ¿SE PUEDE SUPERAR LA ADICCIÓN AL SEXO?

Adictos al sexo

Siempre alguien paga por ello

Una sensación de inquietud

Los engaños más habituales

38. ¿QUÉ HACER CON EL DESEO SEXUAL NO LEGÍTIMO?

Siempre el mismo regate

Desarrollar buenas razones

Contar con otros factores

A mí no me afecta

39. TE QUERRÉ... ¿MIENTRAS ME APETEZCAS?

Placer individual, aunque en compañía

Contigo mientras me gustes

El amor verdadero sabe esperar

¿Es realmente posible esperar?

40. ¿POR QUÉ TANTAS PEGAS A LA ANTICONCEPCIÓN?

Paternidad responsable

¿Y por qué no los medios artificiales?

Hábitos que hacen daño

Dos brotes de una misma mentalidad

Es muy difícil...

 

 

 

 

 

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PARTE QUINTA

 

El hombre es un auriga que conduce un carro

tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber.

El arte del auriga consiste

en templar la fogosidad del corcel negro (placer)

y acompasarlo con el blanco (deber)

para correr sin perder el equilibrio.

                                                                       Platón

 

 

V. LA CUESTIÓN DEL SEXO 

 

33. SEXO Y SENTIMIENTOS: ¿ES NECESARIO APRENDER? 

El amor y el sexo

El amor es la realización más completa de las posibilidades del ser humano. Es lo más íntimo y más grande, donde encuentra la plenitud de su ser, lo único que puede absorberle por entero.

Y el placer que se deriva de su expresión en el amor conyugal, es quizá el más intenso de los placeres corporales, y también quizá el que más absorbe.

El entusiasmo que produce un enamoramiento limpio y sincero saca al hombre o a la mujer de sí mismos para entregarse y vivir en y para el otro: es el entusiasmo mayor que tienen en su vida la mayoría de los seres humanos.

Cuando el placer y el amor se unen a la entrega mutua, es posible entonces alcanzar un alto grado de felicidad y de placer. En cambio —como ha escrito Mikel Gotzon Santamaría—, cuando prima la búsqueda del simple placer físico, ese placer tiende a convertirse en algo momentáneo y fugitivo, que deja un poso de insatisfacción. Porque la satisfacción sexual es en realidad solo una parte, y quizá la más pequeña, de la alegría de la entrega sexual con alma y cuerpo propia de la entrega total del amor conyugal.

—Pero no siempre es fácil distinguir lo que es cariño de lo que es hambre de placer.

A veces es muy claro. Otras, no tanto. En cualquier caso, en la medida en que se reduzca a simple hambre de placer, se está usando a la otra persona. Y eso no puede ser bueno para ninguno de los dos. Cuando se usa a otra persona, no se la ama, ni siquiera se la respeta, porque se utiliza y se rebaja su intimidad personal.

El terreno sexual ofrece, más que otros, ocasiones de servirse de las personas como de un objeto, aunque sea inconscientemente. La dimensión sexual del amor hace que este pueda inclinarse con cierta facilidad a la búsqueda del placer en sí mismo, a una utilización sexual que siempre rebaja a la persona, pues afecta a su más profunda intimidad.

Al ser el sexo expresión de nuestra capacidad de amar, toda referencia sexual llega hasta lo más hondo, al núcleo más íntimo, e implica a la totalidad de la persona. Y precisamente por poseer tan gran valor y dignidad, su corrupción es particularmente perniciosa. Cada uno hace de su amor lo que hace de su sexualidad.

Aprender a amar

El hombre, para ser feliz, ha de encontrar respuesta a las grandes cuestiones de la vida. Entre esas cuestiones que afectan al hombre de todo tiempo y lugar, que apelan a su corazón, que es donde se desarrolla la más esencial trama de su historia, está, incuestionablemente, la sexualidad.

Por eso es preciso encontrar respuesta a preguntas capitales como: ¿qué debo hacer para educar mi sexualidad, para ser dueño de ella?, pues el cuerpo de la otra persona se presenta a la vez como reflejo de esa persona y también como ocasión para dar rienda suelta a un deseo de autosatisfacción egoísta.

—¿Consideras entonces la sexualidad un asunto muy importante?

El gobierno más importante es el de uno mismo. Y si una persona no adquiere el necesario dominio sobre su sexualidad, vive con un tirano dentro.

La sexualidad es un impulso genérico entre cualquier macho y cualquier hembra. El amor entre un hombre y una mujer, en cambio, busca la máxima individualización.

Y para que el cuerpo sea expresión e instrumento de ese amor individualizado, es necesario dominar el cuerpo de modo que no quede subyugado por el placer inmediato y egoísta, sino que actúe al servicio del amor.

Porque, si no se educa bien la propia afectividad, es fácil que, en el momento en que tendría que brotar un amor limpio, se imponga la fuerza del egoísmo sexual. En el momento en que la sexualidad deja de estar bajo control, comienza su tiranía. Chesterton decía que pensar en una desinhibición sexual simpática y desdramatizada, en la que el sexo se convierte en un pasatiempo hermoso e inofensivo como un árbol o una flor, sería una fantasía utópica o un triste desconocimiento de la naturaleza y la psicología humanas.

Un cierto “entrenamiento”

Solo las personas pueden participar en el amor. Si una persona permite que su mente, sus hábitos y sus actitudes se impregnen de deseos sexuales no encaminados a un amor pleno, advertirá que poco a poco se va deteriorando su capacidad de querer de verdad. Está permitiendo que se pierda uno de los tesoros más preciados que todo hombre puede poseer.

Si no se esfuerza en rectificar ese error, el egoísmo se hará cada vez más dueño de su imaginación, de su memoria, de sus sentimientos, de sus deseos. Y su mente irá empapándose de un modo egoísta de vivir el sexo.

Tenderá a ver al otro de un modo interesado. Apreciará sobre todo los valores sensuales o sexuales de esa persona, y se fijará mucho menos en su inteligencia, sus cualidades, su carácter o sus sentimientos. El señuelo del placer erótico antes de tiempo suele ocultar la necesidad de crear una amistad profunda y limpia.

Además, una relación basada en una atracción casi solo sensual, tiende a ser fluctuante por su propia naturaleza, y es fácil que al poco tiempo —al devaluarse ese atractivo— aquello acabe en decepción, o incluso en una reacción emotiva de signo contrario, de antipatía y desafecto.

—¿Y consideras difícil de rectificar ese deterioro en el modo de ver el sexo?

Depende de lo profundo que sea el deterioro. Y, sobre todo, depende de si es firme o no la decisión de superarlo. Lo fundamental es reconocer sinceramente la necesidad de dar ese cambio, y decidirse de verdad a darlo. Es como un reto: hay que purificar, llenar de luz la imaginación, de limpidez la memoria, de claridad los sentimientos, los deseos.

Es —en otro ámbito mucho más serio— como entrenarse para recuperar la frescura y la agilidad después de haber perdido la buena forma física.

—¿Y no suena un poco artificial eso de “entrenarse”? ¿No basta con tener las ideas claras?

En el amor, como sucede en la destreza en cualquier deporte, o en la mayoría de las habilidades profesionales, o en tantas otras cosas, si no hay suficiente práctica y entrenamiento, las cosas salen mal.

Para aprender a leer, a escribir, a bailar, a cantar, o incluso a comer, hace falta proponérselo, seguir un cierto aprendizaje y adquirir un hábito positivo. Si no, se hace de manera tosca y ruda. Para expresar bien cualquier cosa con un poco de gracia conviene entrenarse, cultivarse un poco. Cuando una persona no lo hace, le resulta difícil expresar lo que desea. Siente la frustración de no poder comunicar lo que tiene dentro, de no poder realizar sus ilusiones. Y eso sucede tanto al expresarse verbalmente como al expresar el amor. Si no educamos nuestra capacidad de amar y de entregarnos por entero, en lugar de expresar amor nos comportaremos de forma ruda, como sucede a quien no sabe hablar o no sabe comer.

Cultivarse así es un modo de aproximarse a lo que uno entiende que debe llegar a ser. Con ese esfuerzo de automodelado personal, de autoeducación, el hombre se hace más humano, se personaliza un poco más a sí mismo.

Educar la sexualidad

Es una lástima que muchos limiten la educación sexual a la información sobre el funcionamiento de la fisiología o la higiene de la sexualidad. Son cosas indudablemente necesarias, pero no las más importantes, y además son cosas que casi todos hoy saben ya de sobra.

En cambio, el autodominio de la apetencia sexual, y por tanto, de la imaginación, del deseo, de la mirada, es una parte fundamental de la educación de la sexualidad a la que pocos dan la importancia que tiene.

—¿Y por qué le das tanta importancia?

Si no se logra esa educación de los impulsos, la sexualidad, como cualquier otra apetencia corporal, actuará a nivel simplemente biológico, y entonces será fácilmente presa del egoísmo típico de cualquier apetencia corporal no educada. La sexualidad se expresará de forma parecida a como bebe o come o se expresa una persona que apenas ha recibido educación.

Necesitamos una mirada y una imaginación entrenadas en considerar a las personas como tales, no como objetos de apetencia sexual. Por eso, cuando en la infancia o la adolescencia se introduce a las personas a un ambiente de frecuente incitación sexual, se comete un grave daño contra la afectividad de esas personas, un atentado contra su inocencia y su buena fe.

—¿No exageras un poco?

Aunque suene quizá un poco fuerte, pienso que no exagero, porque todo eso tiene algo como de ensañamiento con un inocente. Romper en esos chicos y chicas el vínculo entre sexo y amor es una forma perversa de quebrantar su honestidad y su sencillez, tan necesarias en esa etapa de la vida. Los primeros movimientos e inclinaciones sexuales, cuando aún no están corrompidos, tienen un trasfondo de entusiasmo de amor puro de juventud. Irrumpir en ellos con la mano grosera de la sobreexcitación sexual daña torpemente la relación entre chicas y chicos. En palabras de Jordi Serra, “no se les maltrata atándolos con una cadena, pero se les esclaviza sumergiéndoles en un mundo irreal”.

Tihamer Toth decía que la castidad es la piedra de toque de la educación de la juventud. Por la intensidad y vehemencia del instinto sexual, esta virtud es de las que mejor manifiesta el esfuerzo personal contra el vicio. Quizá por eso la historia es testigo de que el respeto a la mujer siempre ha sido un índice muy revelador de la cultura y la salud espiritual de un pueblo.

Autodominio sobre la imaginación y los deseos

Igual que el uso inadecuado del alcohol conduce al alcoholismo, el uso inadecuado del sexo provoca también una dependencia y una sobreexcitación habitual que reducen la capacidad de amar.

Y de manera semejante a como el paladar puede estragarse por el exceso de sabores fuertes o picantes, el gusto sexual estragado por lo erótico se hace cada vez más insensible, más ofuscado para percibir la belleza, menos capaz de sentimientos nobles y más ávido de sensaciones artificiosas, que con facilidad conducen a desviaciones extrañas o a aburrimientos mayúsculos.

Sobrealimentar el instinto sexual lleva a un funcionamiento anárquico de la imaginación y de los deseos. Cuando una persona adquiere el hábito de dejarse arrastrar por los ojos, o por sus fantasías sexuales, su mente tendrá una carga de erotismo que disparará sus instintos y le dificultará conducir a buen puerto su capacidad de amar.

—¿Y no hay otra solución que reprimirse?

Pienso que no es tanto cuestión de reprimir ese impulso como de encauzar bien los sentimientos. Basta que la voluntad se oponga y se distancie de los estímulos que resultan negativos para la propia afectividad.

Es preciso frenar los arranques inoportunos de la imaginación y del deseo, para así ir educando esas potencias, de manera que sirvan adecuadamente a nuestra capacidad de amar. Entender esto es decisivo para captar el sentido de ese sabio precepto cristiano que dice “no consentirás pensamientos ni deseos impuros”.

Quien se esfuerza en esa línea, poco a poco aprenderá a convivir con su propio cuerpo y con el de los demás, y los tratará conforme a la dignidad que poseen. Gozará de los frutos de haber adquirido la libertad de disponer de sí y de poder entregarse a otro. Vivirá con la alegría profunda de quien disfruta de una espontaneidad madura y profunda, en la que el corazón gobierna a los instintos.

 

34. ¿HAY ALGO MALO EN EL PLACER? 

Una ansiosa búsqueda

«Buscaba el placer, y al final lo encontraba —cuenta C. S. Lewis en su autobiografía.

»Pero enseguida descubrí que el placer (ese u otro cualquiera) no era lo que yo buscaba. Y pensé que me estaba equivocando, aunque no fue, desde luego, por cuestiones morales; en aquel momento, yo era lo más inmoral que puede ser un hombre en estos temas.

»La frustración tampoco consistía en haber encontrado un placer rastrero en vez de uno elevado.

»Era el poco valor de la conclusión lo que aguaba la fiesta. Los perros habían perdido el rastro. Había capturado una presa equivocada. Ofrecer una chuleta de cordero a un hombre que se está muriendo de sed es lo mismo que ofrecer placer sexual al que desea lo que estoy describiendo.

»No es que me apartara de la experiencia erótica diciendo: ¡eso no! Mis sentimientos eran: bueno, ya veo, pero ¿no nos hemos desviado de nuestro objetivo?

»El verdadero deseo se marchaba como diciendo: ¿qué tiene que ver esto conmigo?»

Así describe C. S. Lewis sus errores y vacilaciones en el camino de la búsqueda de la felicidad. La ruta del placer había resultado infructuosa. Llevaba años rastreando tras una pista equivocada: «Al terminar de construir un templo para él, descubrí que el dios del placer se había ido».

La seducción del placer, mientras dura, tiende a ocupar toda la pantalla en nuestra mente. En esos momentos, lo promete todo, parece que fuera lo único que importa. Sin embargo, muy poco después de ceder a esa seducción, se comprueba el engaño. Se comprueba que no saciaba como prometía, que nos ha vuelto a embaucar, que ofrecía mucho más de lo que luego nos ha dado. Seguíamos de cerca el rastro, pero lo hemos vuelto a perder.

Basta un pequeño repaso por la literatura clásica para constatar que esa ansiosa búsqueda del placer sexual no tiene demasiado de original ni de novedoso. En la vida de pueblos muy antiguos se ve que habían agotado ya bastante sus posibilidades, que por otra parte tampoco dan mucho más de sí. La atracción del sexo es indiscutible, ciertamente, pero el repertorio se agota pronto, por mucho que cambie el decorado.

Placer y felicidad

Hay unas claras notas de distinción entre el placer de la felicidad:

          - La felicidad tiene vocación de permanencia; el placer, no. El placer suele ser fugaz; la felicidad es duradera.

          - El placer afecta a un pequeño sector de nuestra corporalidad, mientras que la felicidad afecta a toda la persona.

          - El placer se agota en sí mismo y acaba creando una adicción que lleva a que las circunstancias estrechen más aún la propia libertad; la felicidad, no.

          - Los placeres, por sí solos, no garantizan felicidad alguna; necesitan de un hilo que los una, dándoles un sentido.

Las satisfacciones momentáneas e invertebradas desorganizan la vida, la fragmentan, y acaban por atomizarla.

Quevedo insistía en la importancia de tratar al cuerpo “no como quien vive por él, que es necedad; ni como quien vive para él, que es delito; sino como quien no puede vivir sin él. Susténtale, vístele y mándale, que sería cosa fea que te mandase a ti quien nació para servirte”.

Por su parte, Aristóteles aseguraba que para hacer el bien es preciso esforzarse por mantener a raya las pasiones inadecuadas o extemporáneas, pues las grandes victorias morales no se improvisan, sino que son el fruto de una multitud de pequeñas victorias obtenidas en el detalle de la vida cotidiana. La felicidad se presenta ante nosotros con leyes propias, con esa terquedad serena con que presenta, una vez y otra, la inquebrantable realidad. 

¿Evitar el placer?

El placer y el dolor tienen un innegable protagonismo en la vida de cualquier hombre, condicionan siempre de alguna manera sus decisiones.

—Pero ni el placer ni el dolor son malos o buenos de por sí.

En efecto. Lo que sí es malo es dejarse vencer por el placer o por el dolor. Lo malo es obrar mal por disfrutar de un placer o por evitar un dolor.

Se puede sentir placer sin ser feliz, y también se puede ser feliz en medio del dolor. De ahí la necesidad –lo decía Platón– de haber sido educado desde joven “para saber cuándo y cómo conviene sufrir o disfrutar”, pues igual que hay acciones nobles y acciones indignas, podemos decir que hay placeres nobles y placeres indignos. La adecuación de la conducta a este criterio es objeto de la educación moral. 

El peaje de la renuncia

Son muchas las cosas que el hombre desea, y para alcanzar cada una de ellas ha de renunciar a otras, aunque esa renuncia le duela. Aristóteles decía que no hay nada que pueda sernos agradable siempre.

Toda elección conlleva una exclusión. Por eso, cuando se elige, es importante acertar, sin demasiado miedo a la renuncia, pues detrás de lo atractivo no siempre está la felicidad. Tanto el placer como la felicidad llevan siempre consigo asociada alguna renuncia.

La solución tampoco está en la supresión de todo deseo, porque sin deseos la vida del hombre dejaría de ser propiamente humana. El hombre se humaniza cuando aprende a soportar lo adverso, a abstenerse de lo que puede hacerse pero no debe hacerse. Este es el precio que debe pagar nuestra inexorable tendencia a la felicidad, si queremos alcanzar lo que de ella es posible en esta vida. Lo sensato es dejarse conducir por la razón para no asustarse ante el dolor ni dejarse atrapar por el placer.

Igual que guardar la salud exige un cierto esfuerzo y una cierta disciplina, pero gracias a eso te sientes mucho mejor, la castidad fortalece el interior del hombre y le proporciona una honda satisfacción. Cuando no se cede al egoísmo sexual, se alcanza una mayor madurez en el amor, en el que la castidad sublima la intensidad de los sentimientos. Surge una luz transparente en los ojos y una alegría radiante en la cara, que otorgan un atractivo muy especial.

—¿Y no suele hablarse demasiado de prohibiciones en la ética sexual?

Hasta ahora apenas hemos hablado de prohibiciones, sino de un modelo y un estilo de vida positivos, que son la clave de todo.

De todas formas, aunque la clave de la ética no son las prohibiciones, tampoco puede obviarse que toda ética supone mandatos y prohibiciones. Cada prohibición custodia y asegura unos determinados valores, que de esa forma se protegen y se hacen más accesibles. Esas prohibiciones, si son acertadas, ensanchan los espacios de libertad de valores importantes para el hombre. Así sucede en cualquier ámbito moral o jurídico: proteger el derecho a la vida, a la propiedad, al medio ambiente, a la intimidad, etc., supone prohibiciones y obligaciones para uno mismo y para los demás; de lo contrario, todo quedaría en una ingenua e ineficaz manifestación de intenciones.

La moral no puede verse como una simple y fría normativa que coarta, y mucho menos como un mero código de pecados y obligaciones. Hay ciertamente prohibiciones y mandatos, pero se remiten a unos valores que así se protegen y se fomentan. Las exigencias de la moral vigorizan a la persona, la aúpan a su desarrollo más pleno, a su más auténtica libertad.

 

35. ¿UNA OBSESIÓN INDUCIDA? 

La omnipresencia del sexo

Es cierto que, desde que el mundo es mundo, el sexo ha tenido siempre una gran presencia en todas las civilizaciones. El instinto de conservación y el instinto sexual (que es como el instinto de conservación de la especie) son los impulsos más fuertes a los que el hombre, desde siempre, ha estado sometido.

Sin embargo, estamos quizá ahora en una época un tanto especial. Como afirma Julián Marías, “el sexo ocupa un espacio absolutamente incomparable con el que le correspondía en cualquier otra época”. Es un reclamo comercial que se difunde masivamente, y la presencia de imágenes y estímulos sexuales en la vida del hombre de hoy no tiene comparación con ningún otro tiempo ni cultura.

Un alto porcentaje de los impulsos eróticos del hombre o la mujer de hoy son consecuencia directa de alguna incitación artificial, casi siempre mediante imágenes en los medios de comunicación o de entretenimiento, o bien del recuerdo de esas imágenes que permanece en la memoria y alimenta la imaginación. Y casi todas proceden de imágenes de televisión, vídeo, cine, internet, videojuegos, ilustraciones de revistas..., que son medios que hace no muchas décadas no existían, o al menos se tenía a ellos un acceso muy limitado. Y son imágenes que se presentan, por lo general, de modo incitante o provocador.

No quiero con esto caer en esa queja un tanto simple, que se ha repetido en todos los tiempos, acerca de la inmoralidad dominante en comparación con épocas anteriores. No estoy a favor de ese tópico que hace a tantos a agrandar los males presentes e idealizar lo pasado, entre otras cosas porque no sería serio pensar que nuestra época es mucho peor que otras en las que se decía exactamente lo mismo. Pienso que unas cosas habrán mejorado respecto a épocas pasadas y otras habrán empeorado. Pero es un hecho que en la actualidad el estímulo sexual está hipertrofiado en muchos ambientes y muchas personas, porque ese aluvión de imágenes incitantes conduce con facilidad a una cierta obsesión, en buena parte inducida y, desde luego, poco favorable para el sano desarrollo de la psicología y la afectividad y la moralidad de cualquiera. Cuando se ve que, para muchos, el sexo se convierte en tema recurrente de sus conversaciones, el objeto constante de sus deseos y la ansiedad enfermiza de sus pensamientos, no sería muy aventurado decir que la genitalidad ha invadido sus mentes y ha dejado baldías grandes áreas de sus potencialidades humanas.

—Bueno, es que ha habido una etapa de represión sexual, y es lógico que ahora venga un poco de obsesión por el sexo.

Me parece que hay que ser comprensivos con los efectos pendulares, que llevan a veces a extremos erróneos como reacción a otras etapas imbuidas del error contrario. Pero no puede decirse que sea conducta propia de mentes esclarecidas. La obsesión sexual no es el tratamiento más adecuado para curar a nadie de unos años de represión.

La sobreexposición a lo erótico supone un perjuicio notable para la afectividad y la moralidad del hombre, y quizá hasta ahora la sociedad no lo ha valorado suficientemente. Por eso es tan grave el daño que producen quienes hacen negocio explotando las pasiones más bajas de los demás, pues se enriquecen a costa de atropellar la moral de las personas y del ambiente social.

Un daño para la afectividad

Muchas personas se encuentran con que la imagen que en su interior tienen del sexo está distorsionada. Notan que sus ojos se han enturbiado. Que se ha dañado su afectividad, y su imagen del sexo no es precisamente la de un modo de expresar amor tierno y profundo a la persona amada. Que su imaginación y su memoria están artificial y enfermizamente polarizadas hacia el deseo sexual.

—¿Y qué crees que deben hacer?

Para descubrir la riqueza del amor pleno, para llegar a conocer y a enamorarse de verdad, y no simplemente desear a otro para saciar el afán de sexo, necesitarán un notable esfuerzo para que su atención no quede absorbida por los aspectos externos y meramente sexuales de la otra persona.

De entrada, conviene no asombrarse demasiado al ver lo intenso que puede llegar a ser el instinto sexual sobrealimentado por esa omnipresencia de lo erótico. Ese tirón puede ser en efecto muy fuerte, y por momentos presentarse incluso de modo agobiante. Encauzarlo rectamente será indudablemente costoso, pero no un esfuerzo permanente, pues se presenta solo en algunos momentos puntuales. Para quien aprende a mantenerse a una prudente distancia de las ocasiones más claras, puede decirse que es solo un pequeño conjunto de esfuerzos aislados que no cuestan tanto.

Además, abandonarse al mal uso del sexo suele resultar aún más fatigoso, y con facilidad lleva a angustias y conflictos psicológicos. Basta pensar, por ejemplo, en la ansiedad del chico o la chica que, en vez de disfrutar de la amistad o del noviazgo, pasa la noche probando estrategias diversas, con todo su cortejo de tensiones y frustraciones, hasta conseguir seducir a su presa..., para comprobar después que aquel placer tan anhelado... no era para tanto.

En cambio, la lucha por vivir la castidad brinda al hombre una oportunidad de ganar mucho precisamente en su dignidad como persona, pues una de las cosas que nos distinguen de los animales es que somos capaces de educar nuestros impulsos.

¿Y cómo Dios nos lo ha puesto tan difícil?

—¿Y por qué Dios ha puesto en el hombre ese deseo tan intenso, si luego resulta que es malo?

Ya hemos dicho que el deseo sexual no es malo de por sí, ni mucho menos. La lujuria —el mal uso del sexo— es una deformación de la legítima apetencia sexual humana, igual que el cáncer de hígado es una alteración del hígado, órgano que nada tiene de innoble. Confundir el deseo sexual con la lujuria sería como confundir un órgano con el tumor que lo está destruyendo.

De la misma manera que un tumor destruye un órgano cuando sus propias células tienen un desarrollo ajeno a su función natural, puede decirse que la búsqueda del placer sexual fuera de sus leyes naturales produce una alteración en la función sexual natural del hombre.

Las grandes energías (como el impulso sexual, sin el que la persona no puede madurar como tal), si se desconectan de su unidad humana originaria, pueden desplegar un gran poder de destrucción. La sexualidad bien vivida en el matrimonio es algo estupendo, pero fuera de sus límites naturales es algo realmente peligroso: igual que es estupendo hacer fuego un día de invierno en la chimenea, pero es peligroso encenderlo encima de la moqueta o del sofá.

Arte y pornografía

—¿Y no se exagera un poco a veces con lo que supone el desnudo? No siempre tiene que considerarse pornográfico, puede ser una expresión artística.

En todas las épocas, y sobre todo desde el arte clásico griego, existen obras cuyo tema es el cuerpo humano desnudo. Y si son verdadero arte, esas obras ayudan a comprender el misterio personal del hombre, y no incitan a rebajar al hombre o la mujer a un mero objeto de placer. El arte verdadero ennoblece todo lo que es humano, mientras que la pornografía convierte la intimidad humana en un objeto de deseo público.

La enseñanza de la Iglesia católica no está en contra del desnudo artístico, sino en contra de la desnaturalización del sexo mediante su utilización comercial o su deliberada exhibición ante terceras personas, porque tales conductas degradan la dignidad de la comunicación sexual y envilecen a las personas. Hay multitud de obras de arte cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez, y su contemplación nos permite centrarnos, en cierto modo, en la verdad total del hombre, en la dignidad y belleza de la masculinidad y la feminidad. Estas obras tienen en sí, como escondido, un elemento de sublimación, que conduce al espectador, a través del cuerpo, a todo el misterio personal del hombre. En contacto con estas obras —que por su contenido no inducen a la lujuria—, de alguna forma captamos el significado esponsal del cuerpo, que corresponde y es la medida de la pureza del corazón.

Sin embargo, hay otras ocasiones en que el desnudo suscita objeciones en la sensibilidad personal del hombre, no por causa de su objeto —pues el cuerpo humano, en sí mismo, tiene siempre su inalienable dignidad—, sino por la cualidad o modo en que se reproduce artísticamente, se plasma o se representa. Si la intencionalidad fundamental que subyace supone una reducción del cuerpo humano al rango de objeto destinado a la satisfacción de la concupiscencia, esto colisiona con la dignidad del hombre, incluso en el orden intencional del arte.

Hay que pensar, además, que si la cultura ha mostrado a lo largo de la historia una tendencia clara a cubrir la desnudez del cuerpo, no ha sido solo por exigencias climatológicas, sino también como fruto de un proceso de crecimiento de la sensibilidad personal: el hombre no quiere convertirse en objeto para los demás, y la necesidad de velar por la intimidad del propio cuerpo refuerza la profundidad misma del sujeto como persona. Se puede recordar cómo, por ejemplo, en los campos de exterminio la violación del pudor era un método usado conscientemente para destruir la sensibilidad personal y el sentido de la dignidad humana. No es una cuestión de mentalidad puritana ni de moralismo estrecho. Es una cuestión que afecta a la misma dignidad de la persona.

 

36. ¿UN “RESPIRO” DE VEZ EN CUANDO?

Somos humanos...

—Todo el mundo tiene deseos y apetencias sexuales. Y como somos humanos, no podemos ignorar que lo natural es que tengamos debilidades. Muchos piensan que no se le debe dar mayor importancia.

Cuando se dice “somos humanos”, muchos parecen querer justificar que lo natural en el hombre es no tener dominio sobre las pasiones y los instintos.

Sin embargo, debemos esperar algo más de nosotros mismos. Somos seres dotados de inteligencia, voluntad y libertad. Dios nos ha otorgado el don de la sexualidad no para deshonrarlo, abusar de él y degradarlo, sino para darle un uso conforme a nuestra naturaleza de personas racionales.

Decir “somos humanos”, en ese sentido, conduce a un lenguaje equívoco:

§  He estado viendo una película pornográfica cuando mi mujer estaba fuera. ¿Qué quieres que te diga...? Somos humanos.

§  Mi novio me dice... lo que dicen todos. Que si es verdad que le quiero, que se lo demuestre. Que “eso” es necesario para el conocimiento mutuo. Que es muy importante para enamorarse de una persona “saber cómo funciona en eso”. Somos humanos.

§  La otra noche, en un congreso en otra ciudad, coincidí en el hotel con una rubia encantadora. Todo el mundo lo hace. Las cosas son diferentes hoy día. Somos humanos.

§  Algunas revistas traen unas páginas un poco fuertes. Las lee todo el mundo. Es verdad que son bastante morbosas, pero me gusta estar en lo que pasa y en lo que se ve en la sociedad de hoy. Somos humanos.

Dices que “lo hace todo el mundo”, que “somos humanos”, que todo eso no te afecta tanto, que ya eres adulto, que eres capaz de asimilarlo. No te engañes. Porque serás tú mismo quien recoja las consecuencias en tu propio corazón. Porque esas claudicaciones van levantando en tu interior un muro que va endureciéndose más y más, hasta que al final no hay piqueta que lo derribe. Un dique en el que, aunque te cueste reconocerlo, muchos bloques no son otra cosa que egoísmo, y el egoísmo es un refugio equivocado, que acabará por oscurecer esa relación tuya quizá antes transparente.

Algunos dicen que es imposible vivir hoy sin concederse de vez en cuando “un respiro” en cuestión de sexo. Parece una forma poco razonable de justificarse. Además, con ese planteamiento, a esas personas no debería molestarles que se dudara de la honestidad de sus padres, o de su mujer, o de su marido. Considerar la lujuria o la infidelidad como unos simples caprichos que no se pueden dejar es una triste forma de engañarse.

Vidas arruinadas por la lujuria

Todos hemos conocido o hemos oído hablar de personas cuya vida ha quedado destrozada por el mal uso del sexo. Quizá en el arranque de sus desdichas hubiera mucho de pretendida ingenuidad. Y en el asentarse de la adicción, un silencioso alimentar las propias debilidades.

Eran “pequeñas tonterías”, “cosillas sin importancia”. “Probar, que no pasa nada”. “Nuevas emociones”. “Una simple concesión sin más trascendencia, que no hace mal a nadie. Además, lo hace todo el mundo... Somos humanos”.

Sin embargo, como ha señalado la Madre Angélica, los frutos de ese dejarse arrastrar por la adicción al sexo tienen un coste, para ti y para tu alma. Son errores personales que nada tienen de inofensivos. A partir del momento en que se sucumbe, ese error —el pecado— deja de ser algo imaginario para entrar en la propia vida. Ahora se trata de mi error, de mi pecado. Está en mi memoria. Es real. No es algo de lo que pueda desentenderme fácilmente.

Quien se haya dejado llevar por el desorden sexual debe pararse a pensar, y decidirse a tomar una ducha fresca, intelectualmente hablando, que le despierte de los engaños consigo mismo, y así valore debidamente esos actos, esos programas de televisión, esas películas, esas páginas de internet, esas revistas o libros que acostumbra a ver o a leer. Dicen que no tiene importancia, pero en el fondo saben bien que el pecado siempre tiene importancia.

¿Pecado?

—Pero mucha gente no cree en el pecado...

La historia de la humanidad muestra con claridad que la conciencia del pecado es algo que siempre ha pesado sobre el hombre, pues el hombre es un ser que necesita remedio al sentimiento de culpa que le producen sus errores personales. Todas las religiones, e incluso los cultos más antiguos de la época precristiana, hablan del perdón y la expiación de los pecados, y todos los sistemas de pensamiento se plantean de una forma u otra el problema de la liberación del pecado.

Todo hombre comete errores. Unos serán más graves que otros, y unos más culpables que otros, pero todos comprometen en cierta manera su felicidad. El pecado siempre produce un daño a uno mismo, se quiera reconocer o no. De la misma manera que, por ejemplo, la droga destruye la salud del cuerpo, podría decirse que el pecado, si no hay arrepentimiento y rectificación, va deteriorando la salud del espíritu y arruinando la vida entera del hombre.

—¿Y consideras importante la castidad para la fe de una persona?

Georges Bernanos decía que si no había perdido la fe era porque Dios había tenido a bien guardarle de la lujuria. Me parece una afirmación acertada, porque en el arranque de todo alejamiento de Dios suele haber una claudicación en esta materia.

Concretando un poco

No se debe eludir ni tergiversar la realidad. Por más que se intente disfrazar, el adulterio es pecado. La unión sexual antes del matrimonio, la masturbación, las películas y revistas pornográficas, todo eso, cuando se admite y se consiente, es pecado.

—Pero nadie está exento del pecado...; ¿es que, entonces, nadie puede ser feliz?

Es cierto que nadie puede evitar totalmente el pecado. Pero, ante su natural acoso, caben dos actitudes: el afincamiento en él, o el arrepentimiento y el perdón.

Cuando uno se empeña en ignorar el pecado, acaba sucediendo lo mismo que cuando la basura se acumula dentro de casa y no se echa fuera. Al principio esa dejadez parece más cómoda, pero acaba por convertir la vida en algo muy desagradable.

Cada vez que se te presenta una ocasión de pecar, se te ofrece también una oportunidad de elegir el camino de la verdad. Mientras no consientas, mientras digas “no” —no importa cuántas veces tengas que repetir ese “no”—, no habrá pecado. Lo que importa es resistir la tentación, no acercarse a ella temerariamente, esforzarse con determinación.

Cada vez que se imponga tu debilidad y caigas en el mal, estás haciéndote daño a ti mismo, y quizá también a otros, y además estás rechazando a Dios. Te instalas en la mentira, una mentira quizá satisfactoria a corto plazo, pero que acabará por atraparte en la soledad o en la desesperación si no sales pronto de ella. Si es ahí donde te encuentras en estos momentos, sabes bien de lo que te estoy hablando y debes rogar a Dios que te conceda valor para cambiar.

Debes decirle a Dios que le necesitas, para salir del pecado o para no caer en él. No es necesario que recites una larga oración formal. Una súplica de ayuda será oída, pero debes seguir rezando hasta salir de aquello. Dios está junto a ti. No hace falta que le expliques tu caso. Ha sido testigo de todo.

¿Confesar los propios pecados a otro hombre?

—¿Y no es demasiado pedir que haya que confesarse y manifestar los propios errores ante otro hombre?

Cuando un hombre se arrodilla en el confesonario porque ha pecado —escribe George Weigel—, en aquel preciso momento contribuye a aumentar su propia dignidad como hombre. Aunque esos pecados pesen mucho en su conciencia, y hayan disminuido gravemente su dignidad, el acto en sí de volverse hacia Dios es una manifestación de la especial dignidad del hombre, de su grandeza espiritual, de la grandeza del encuentro personal entre el hombre y Dios en la verdad interior de su conciencia.

Los no creyentes se preguntan si es apropiado revelar los más íntimos secretos a alguien que tal vez sea un extraño. La confesión fue, sin duda, una innovación audaz de la fe cristiana. Es un mandato del propio Jesucristo a su Iglesia, cuando dio a los apóstoles ese poder para perdonar los pecados: “a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. La confesión es una de las innovaciones más impresionantes del Evangelio.

Por otra parte, cuando el sacerdote confiesa, además de perdonar los pecados, actúa de alguna manera como acompañante del drama de la vida de otro hombre. Acompaña a otro ser humano como él, estimula su criterio espiritual, le ayuda a hacer más profunda su fe y a mejorar su discernimiento cristiano, que no ha de quedar en una mera letanía de prohibiciones morales. En el confesonario, el sacerdote se encuentra con el hombre en lo más hondo de su humanidad, ayuda a cada persona a internarse en el drama cristiano de su propia vida, única e irrepetible. Un drama lleno de paz y esperanza, pero presidido por la inevitable tensión dramática de la vida: la tensión entre la persona que soy y la persona que debo ser.

La Iglesia busca reconciliar al hombre con Dios, con los otros hombres, con toda la creación. Y una de las maneras que tiene de hacerlo es recordar al mundo la realidad del pecado, porque esa reconciliación es imposible sin nombrar el mal que origina la división y la ruptura.

El pecado es una parte esencial de la verdad acerca del hombre. El hombre puede hacer el mal, y lo hace. Y abre con ello una doble herida: en él mismo y en sus relaciones con su familia, amigos, vecinos, colegas y hasta con la gente que no conoce. Llamar por su nombre al bien y al mal es el primer paso hacia la conversión, el perdón, la reconciliación, la reconstrucción de cada hombre y de toda la humanidad. Tomarse en serio el pecado es tomarse en serio la libertad humana. Cuanto más se acercan los hombres a Dios, más se acercan a lo más profundo de su humanidad y a la verdad del mundo.

Dios no desea sino nuestro propio bien. Desobedecer sus mandatos es ir contra nuestra verdad como hombres, causarnos daño a nosotros mismos. “El pecado —ha escrito Javier Echevarría— no se queda en algo periférico que deja inmutado al que lo realiza. Precisamente por su condición de acto contra nuestra verdad, contra lo que verdaderamente somos y contra lo que verdaderamente estamos llamados a ser, incide en lo más íntimo de nuestra naturaleza humana, deformándola. Todo pecado hiere al hombre, descompone el equilibrio entre la dimensión sensible y la espiritual, y genera en el alma un desorden íntimo entre las diversas facultades: la inteligencia, la voluntad, la afectividad. Después, y como consecuencia del pecado, nuestras potencias operativas aparecen debilitadas y, frecuentemente, en conflicto entre sí: a la mente, sometida al influjo de las pasiones, le resulta arduo acoger la luz de la verdad y separarla de las nieblas de lo falso; la voluntad encuentra dificultad para elegir el bien, y se siente tenazmente atraída por la búsqueda de la autoafirmación y del placer, aun cuando se opongan al bien y a la justicia; nuestros afectos y deseos tienden a centrarse con egoísmo en nosotros mismos”.

Pecar es dar la espalda a Dios. A partir del momento en que reconozcas la verdad —esa verdad sencilla y liberadora, bien presente y clara cuando no nos resistimos a verla—, a partir de ese momento en que —en palabras de Lloyd Alexander— “has tenido el valor de mirar al mal cara a cara, de verlo por lo que realmente es y de darle su verdadero nombre, a partir de entonces carece de poder sobre ti y puedes superarlo”.

 

 

37. ¿SE PUEDE SUPERAR LA ADICCIÓN AL SEXO? 

Adictos al sexo

En un estudio sobre la adicción sexual, Patricia Matey comenzaba diciendo: “La adicción al sexo es una de las dependencias menos confesadas y visibles de todas las que existen. No obstante, ha aumentado el número de pacientes que pide ayuda debido a las consecuencias de su trastorno: ruina económica, matrimonios rotos, problemas laborales, ansiedad y depresión”.

Los expertos señalan que este trastorno no es nuevo, aunque ha tardado en reconocerse como un serio problema social, con consecuencias semejantes a las de otras adicciones más conocidas, como el alcohol, las drogas o la ludopatía.

La dependencia sexual puede adoptar múltiples formas, y quizá la más difundida sea el recurso compulsivo a la pornografía. El comportamiento compulsivo sexual se gesta, en la mayoría de los casos, en la mente, donde las fantasías sexuales y los pensamientos eróticos se convierten en engañosas válvulas de escape de los problemas en el trabajo, las relaciones personales rotas, la baja autoestima o la insatisfacción emocional.

Los adictos al sexo son hábiles en el disimulo, porque su problema les avergüenza. Pero, con frecuencia, su dependencia se acaba sabiendo. “Algunos acuden a la consulta —explica Roselló Barberá— cuando los contactos con prostitutas les han arruinado económicamente o su cónyuge les ha descubierto. Otros deciden pedir ayuda porque quieren poner fin a una adicción que está haciendo naufragar su matrimonio, les ha causado problemas legales o les está empujando al suicidio. O porque su dependencia les lleva a hacer cosas que nunca hubieran imaginado, y eso les causa un sufrimiento insoportable.”

Siempre alguien paga por ello

La incontinencia sexual suele traer, después de los primeros momentos de goce, una pesada impresión de insatisfacción, de error, de disgusto. Sabes que has hecho algo indebido. Es fácil que te sientas descontento, culpable, degradado. Después, con el tiempo, quizá llegues a racionalizarlo de alguna manera y consigas olvidarlo, o considerarlo normal, o incluso positivo, pues cuando el pecado se convierte en hábito, su dependencia dificulta cada vez más discernir lo bueno y lo malo. Pero cuando se antepone el placer a la responsabilidad, siempre hay un precio que pagar. Los que creen poder conseguir lo uno y lo otro se dejan engañar con demasiada facilidad.

La obsesión por la satisfacción de los propios deseos ciega a quien la sufre. Impide ver el efecto perjudicial que ese comportamiento tiene sobre los demás. Pero alguien, en algún momento, tendrá que pagar por esas claudicaciones. Puede que sea una persona con cuyos sentimientos más íntimos has jugado; o una criatura aún no nacida que acabará sus días en un cubo de basura, condenada porque fue el resultado de un “error”; o un matrimonio, y quizá unos hijos, destrozados por una relación adúltera frívola y absurda. Un egoísmo disfrazado de amor que ha roto un compromiso, ha allanado los derechos de otro, o ha convertido a unos niños en víctimas inocentes.

Siempre hay alguien que paga por ello. Entre otras cosas, porque quien nunca falta en esa cadena de quebrantos es uno mismo. Tolstoi aseguraba que el hombre que ha conocido a varias mujeres para solo su placer, ya no es un hombre normal, sino alguien que difícilmente dejará de ver a la mujer como a un objeto.

Una sensación de inquietud

Cuando la Iglesia católica dice que hay que ser generoso, preocuparse de los demás, o acordarse de los pobres, o del medioambiente, la mayoría de la gente lo escucha con aire distraído. Pocos se sienten interpelados.

Sin embargo, sorprendentemente, cuando la Iglesia habla sobre la castidad, muchos se rasgan las vestiduras y dicen que es una especie de represión absurda e intolerable, un resto de antiguos puritanismos y anacronismos ridículos.

—¿Y por qué crees que hay una reacción tan diferente ante unos temas y otros?

No lo sé. La Iglesia se limita a hablar, no les está forzando a nada. Pero se ve que ante este tema experimentan una profunda inquietud. Quizá haya algo de mala conciencia, si reaccionan de modo tan airado y vehemente.

Los engaños más habituales

—Muchos dicen que nadie puede dictarles lo que tienen que hacer con su sexualidad. Que para ellos “vale todo”.

No pienso que nadie deba dictarles nada. Cada uno debe preocuparse personalmente de no eludir la realidad moral.

En cualquier análisis sobre lo que debe o no hacerse, decir que “vale todo” es eludir cualquier valoración moral, y al hablar así, todo diálogo pierde su sentido. No parece un buen enfoque para hablar de valores ni para llevar una vida razonable.

De todas formas, es una actitud que hay que procurar comprender. Esos planteamientos suelen responder a una crisis personal que cuesta superar, y lo más sensato es manifestar comprensión y ofrecer ayuda.

Como ha escrito Carmen Martín Gaite, para muchos el sexo es “un intento de remediar el aislamiento personal, pero que solo lo proyectan fuera de sí. Y aunque, en el mejor de los casos, pueda coincidir con la proyección fuera de sí que desencadena el aislamiento del otro, siempre se tratará de individuos que, si comparten algo, es un estado de crisis. La crisis más intensa que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo la más insignificante. Lo mismo que las olas: perseguirse, gozar y luego deshacerse por separado”.

Desentenderse de la ley moral acaba tarde o temprano en serios disgustos. Queda muy bien reflejado, por poner un ejemplo, en la película “Infiel”, de Liv Ullmann, que aborda con cierta profundidad el drama del adulterio. Cuando dos personas inician una relación adúltera, piensan quizá que es como un juego para adultos. Los principios morales desaparecen. Amémonos al límite, seamos felices juntos, olvidémonos de qué es bueno y qué es malo, que no pasa nada.

Sin embargo, tarde o temprano descubren que no da igual olvidarse de la naturaleza y de sus leyes. Querían hacer como que eran dioses que se dan a sí mismos su naturaleza y sus leyes, y no tardan mucho en comprobar que se han mentido a sí mismos, y sobreviene entonces la consiguiente tragedia. Querían jugar a que no había principios morales, y súbitamente aquella simulación y aquel fingimiento se desmoronan.

Lo que era un matrimonio unido, una hija feliz, un buen amigo, acaba todo deshecho por la irreflexión, por el egoísmo de la sensualidad que ciega y lleva a la irresponsabilidad, e incluso a la crueldad, a destrozarlo todo. Las víctimas son ellos mismos, sus familias, esa niña que ha sido utilizada en el juego de adultos, arrollada por un torbellino emocional que desgarra su vida, sin entender bien cuál es su papel en esa historia de deslealtades.

—Pero los modelos de castidad que muchas veces se nos han presentado suenan a rigorismo, a represión, a algo antiguo...

Habría que decir que el relajamiento en la conducta sexual es quizá bastante más antiguo. La laxitud de costumbres en estos temas está presente desde épocas muy primitivas, como bien atestiguan la literatura y la historia.

Y en cuanto a los viejos rigorismos, estoy de acuerdo en que conviene romper con las visiones timoratas o encogidas de la sexualidad, pero no invocar esos errores para justificar otros. No se trata de defender antiguos puritanismos, ni de volver a la época victoriana, ni a la Edad Media. Se trata de caminar hacia la verdad sobre la naturaleza humana.

—Otras veces lo que piensas es que todas esas ideas que dices son muy bonitas, estupendas, pero demasiado difíciles, y que lo realista es aprovechar un poco los escasos placeres de los que hoy se puede disfrutar...

Ese señuelo que describes se ha presentado siempre en todas las personas, y no solo para seducirlas por los placeres del sexo sino por otros muchos caminos. Son razonamientos muy parecidos a los que se hace quien cae en las redes de la mentira, el alcohol, el juego, o la comisión ilegal.

Todas las deslealtades y todas las infidelidades suelen empezar poco a poco, con pequeños hábitos, sin movimientos ni quiebras violentas, sin derrumbamientos repentinos..., pero cuando uno se quiere dar cuenta está enganchado. Son —en palabras de Robert McCammon— “monstruos horribles que se cuelan en las casas, retorcidos y sonrientes detrás de la cara de un ser querido”.

Por eso, en los momentos de tentación hay que levantar un poco la mirada hacia el tipo de persona que uno quiere ser, hacia la necesidad de alcanzar un dominio sobre los propios instintos para así fortalecer la propia afectividad y ser una persona honesta.

—Sí, pero cuando estás en esas tesituras no sueles querer pensar mucho en el futuro, piensas sobre todo en el presente...

Es cierto, y ese es casi siempre el juego dialéctico de cualquier tentación. Su principal empeño es impedir que pienses en el futuro. Su triunfo es conseguir que pienses solo en ese placer cercano, de ese momento. Su gran logro es, en definitiva, que no quieras pensar.

Pero bien sabemos que la calidad de una persona se muestra, entre otras cosas, en que es también capaz de pensar con sensatez cuando la tentación aprieta. O que, al menos, es capaz de darse cuenta de que las cosas no son como las ve cuando está bajo ese acoso, sino que son como las veía cuando pensaba con lucidez.

 

38. ¿QUÉ HACER CON EL DESEO SEXUAL NO LEGÍTIMO? 

Siempre el mismo regate

—¿Y por qué el hombre parece especialmente débil ante la tentación del sexo no legítimo?

El regate de la tentación es muy parecido en todos los ámbitos de la vida del hombre.

Si una persona quiere abandonar el alcohol, pero tiene a mano la botella, y su deseo es más fuerte que su razón, sucumbirá tarde o temprano. Y eso aunque luego no tarde mucho en darse cuenta de que la tentación le ha vuelto a engañar de nuevo. Y que además le ha engañado con el mismo quiebro de siempre.

Todo hombre tiene en su interior zonas más o menos extensas de oscuridad, de confusión, de obcecación. Momentos de ofuscación que hacen posible que ejecute una acción mala atraído por los aspectos engañosamente buenos que esa acción presenta.

Quizá por eso, la mejor baza de la tentación siempre ha sido lograr que, mientras dure, el resto del mundo parezca carente de interés. Su gran logro es cortar cualquier discurso racional en contra del deseo. Por eso, en muchos casos, lo más inteligente, la forma más segura de preservar la lucidez de la mente, es, simplemente, mantenerse a cierta distancia de la tentación. Conociendo la fuerza del instinto y la resistencia de la propia voluntad, sabremos a qué podemos exponernos y a qué no.

Es lo que, según cuenta la Odisea, decidió hacer Ulises al pasar por delante de aquel lugar en que todos los navegantes quedaban embaucados por el canto de las sirenas y acababan perdiéndose contra los arrecifes. Ulises pidió a sus hombres que todos se taparan con cera los oídos, y que a él le ataran con cuerdas al mástil del barco, y ordenó que no le soltaran por mucho que luego lo pidiera. Así lo hicieron, y gracias a eso logró superar aquel difícil trance. El mérito de Ulises no estuvo en su resistencia en el momento de la tentación, sino en el previo reconocimiento de su propia debilidad. Ulises sabía de la gran fuerza del instinto y de la flaqueza de su voluntad, pese a ser un gran héroe. Sabía que no resistiría a la incitación de ese momento y tuvo la lucidez de precaverse.

Todos los hombres pasamos con frecuencia también, como Ulises, por costas peligrosas. Somos atraídos por deseos que nos seducen y nos pierden. Escuchamos voces sugestivas que se alían con nuestra debilidad. Por eso, como hemos dicho, lo más inteligente mantenerse a cierta distancia de la tentación. Porque no debemos olvidar que es difícil tomar contacto temerariamente con el vicio y no dejarse luego arrastrar por él.

 Desarrollar buenas razones

Para hacer frente al viejo regate de la tentación, es preciso, en primer lugar, hacer un serio esfuerzo por clarificar la inteligencia. Así se consolidarán las propias convicciones morales y serán más firmes.

—¿Y cómo se consigue?

Por ejemplo, es importante desarrollar argumentos y razones interiores que ayuden a hacer frente a esos deseos no legítimos.

§  Quizá a un chico o una chica joven le ayude pensar que, si no aprende a dominar su pasión sexual en la juventud, igual o más difícil le resultará después ser fiel en el matrimonio, con la consiguiente amenaza para la estabilidad de su futura familia.

§  A otros, les convendrá entender que la obsesión por el sexo desnaturaliza el trato entre chicos y chicas, y lleva con facilidad a una relación insulsa y zafia.

§  O considerar que el señorío sobre la sexualidad es básico para poder amar limpiamente a quien en el futuro vaya a ser la madre o el padre de sus hijos.

§  O pensar quizá en que esa persona a la que está induciendo al sexo tiene una familia —unos padres, o bien un marido o una mujer, o unos hijos—, que han puesto en ella tantas ilusiones y esperanzas, y está poniendo en grave riesgo su honestidad.

§  O darse cuenta de que aprender a tratar con mayor consideración a la mujer o al varón aumenta la probabilidad de elegir pareja con acierto cuando llegue la hora.

§  O comprender que abalanzarse sobre el placer es un acto de egoísmo que se acaba pagando con el tiempo (a veces, al poco tiempo).

Si se piensa serenamente, es poco sensato vivir tan pendientes del sexo. Cuando una persona no se esfuerza en dominar sus impulsos sexuales, estos tienden a invadir el espacio natural de otros intereses y proyectos mucho más decisivos en la construcción de la propia vida. Dejar que el sexo ocupe demasiado espacio en la propia vida conduce a la ansiedad y la decepción.

—De todas formas, no es fácil mantener a raya una pasión únicamente a base de argumentos y de consideraciones de tipo intelectual.

Está claro que no basta con el mero conocimiento del bien para practicarlo. Pero comprender con claridad que algo es malo ya es un paso, y un paso importante.

Estas consideraciones sobre la castidad me recuerdan lo que me contaba no hace mucho un viejo amigo mío, bien situado en la vida y con un cargo profesional importante, al que habían intentado sobornar. Le ofrecieron dinero de forma muy delicada e indirecta, como suele hacerse. No tenía que hacer nada, bastaba con que no preguntara por determinado asunto. La cantidad que le ofrecían era muy importante.

“Te puedo asegurar —me decía— que esa tentación del dinero no legítimo es muy parecida a la del sexo no legítimo. ¡Es tan fácil, tan seguro, tan apremiante, tan fascinante...! Creo que si lo superas es porque dices inmediatamente que no y pones tierra por medio. Si no, acabas cayendo. Luego quizá te intentes convencer de que es lo normal, que no pasa nada, que no hay que exagerar, que va a ser solo una vez, que lo hace todo el mundo, que no hace falta darle más vueltas... La realidad, lo sabemos todos, es que los que caen no suelen caer solo una vez, y que no es cierto tampoco que no pase nada, ni que lo haga todo el mundo, ni que no haga daño a nadie...”

Empleamos la misma voluntad para rechazar la lujuria que para rechazar una comisión ilegal, trabajar bien, sacrificarnos por los demás o decir la verdad cuando cuesta hacerlo.

Es obvio que no todo lo que nos apetece nos conviene. Me gusta tomar el sol, pero debo tomarlo con moderación para no quemarme; me gusta comer bien, pero tengo que cuidar de no engordar como una foca; no me apetece estudiar, pero si no lo hago suspenderé; tengo a veces impulsos de irascibilidad, pero no debo decir lo primero que me venga a la cabeza; siento impulsos sexuales, pero no todos ellos deben satisfacerse. Son ejemplos de deseos personales que cuando se satisfacen sin respetar lo que exige su naturaleza producen un deterioro, que luego exigirá, según los casos, un tratamiento para las quemaduras, una dieta más rigurosa, más horas de estudio, una petición de perdón y, en general, un renovado esfuerzo por recuperar el terreno perdido en la virtud correspondiente, cosa que no siempre será fácil. Un hombre fortalecido en la educación de sus impulsos será capaz de hacer justicia a la dignidad que como hombre merece.

Contar con otros factores

Hay otros factores que también desempeñan un papel importante en apoyo de la razón. Por ejemplo:

§  Fortalecer la voluntad. No se debe tirar la toalla con la excusa de que tarde o temprano se acabará por volver a caer en el vicio. Como decía C. S. Lewis, “las personas hambrientas buscan alimento y las enfermas buscan salud, pese a saber que, tras la comida o la curación, les siguen aguardando todavía los comunes altibajos de la vida”.

§  Eludir situaciones de riesgo innecesario. El deseo sexual es un impulso muy intenso, pero relativamente breve en el tiempo, y las más de las veces inducido por un estímulo muy puntual. Lo más inteligente y menos costoso es procurar no exponerse tontamente a esas situaciones que cada uno conoce bien.

§  Buscar el auxilio de sentimientos favorables. El correcto uso de la sexualidad está asociado a toda una serie de sentimientos humanos nobles; en cambio, el abuso del sexo conduce a muchos problemas sentimentales y afectivos.

§  Centrar la vida en los demás. En ocasiones, la razón se oscurece porque estamos encerrados en un individualismo que lo distorsiona todo. Habrá entonces que desarrollar acciones concretas de generosidad hacia las personas que tratamos, descubrir sus necesidades y procurar atenderlas, pensar más en ellos, visitar a compañeros enfermos, ayudar a los más desfavorecidos, prestar servicios de utilidad social, etc.

§  Contar con la ayuda de Dios. Para clarificar su inteligencia, el hombre creyente no debe desdeñar ni los argumentos que le aporta la razón ni los que le aporta la fe. Para fortalecer su voluntad debe apoyarse en su propio esfuerzo, pero también debe contar con la ayuda de Dios. Y para educar su afectividad, puede ayudar mucho contar también con el deseo de agradar a Dios. Lo mejor es no prescindir de ninguna de esas ayudas, pues cualquiera de ellas puede ser decisiva en determinado momento. Contar con Dios es decisivo, pues lo basado únicamente en la propia razón, el propio esfuerzo o las propias motivaciones, puede un día resultar insuficiente en medio de la tempestad de la tentación, en la que a veces se desploman, como un castillo de naipes, muchas otras consideraciones.

A mí no me afecta

«Hace ya unos meses que nuestro matrimonio pasa una crisis —explicaba una mujer de unos cuarenta años.

»Puede parecer una tontería, pero fue a raíz de la lectura de un libro cuando empecé a pensar que mi matrimonio no me satisfacía, que no era feliz.

»El caso es que me encantaba esa escritora. Me leí todas sus obras. Cada vez me gustaban más. Me ayudaban a comprender que en la vida hay muchas cosas que disfrutar, y que después de mis quince años de matrimonio y mis cuatro hijos hasta ahora apenas había podido hacerlo.

»Además, tengo una amiga a la que le ha pasado algo parecido. La he conocido hace poco, y supongo que ha influido mucho en mí. Me ha hecho ver que en la vida hay algo más que la familia.»

Siguió hablando bastante tiempo. Explicó con detalle a la Madre Angélica toda la situación de su familia. Apenas había nada objetivo en aquella crisis matrimonial. Sin embargo, aquella mujer estaba a punto de alterar por completo su vida. Anhelaba el romance. Quería vivir las emociones de su amiga recién divorciada. Todo en su vida estaba ahora enfocado hacia la satisfacción, al estilo de una novela rosa, y estaba dispuesta a pagar por ello el precio que hiciera falta.

Si un año antes hubieran preguntado a aquella mujer si creía que un puñado de novelas rosas y una amiga un poco frívola podrían destrozar su matrimonio, se habría reído de buena gana. Pero deslizarse por esa pendiente es más fácil de lo que a veces uno se imagina.

Hay momentos en la vida en que a duras penas se logran controlar esas influencias, pero esos momentos son precisamente los importantes, y esa mujer se encontraba en uno sumamente vulnerable.

Es difícil saber a priori cuáles serán los pequeños incidentes que a cada uno puedan afectar, pero están ahí, normalmente incubándose detrás de las pequeñas claudicaciones y pequeñas mentiras que jalonan la vida de una persona:

§  Cuando compras esas revistas, o entras en esas páginas web, o mantienes esos contactos, y dices que puedes controlarlo, te engañas a ti mismo.

§  Cuando ves esas películas “para adultos” y dices que no te afectan, es fácil que estés mintiéndote a ti mismo.

§  Cuando entras en determinado lugar y dices que solo buscas un rato de conversación, o distraerte un poco, es probable que hayas acabado por creerte tus propias mentiras.

No conviene engañarse. Esos incidentes no son tan insignificantes. Cada uno de ellos tiene importancia. Además, no es tan fácil controlarlos. No hay que ser presuntuoso: es probable que tu autocontrol no sea tan fuerte, y estás arriesgando con cuestiones importantes.

Hay situaciones a las que una persona sensata debe procurar no llegar nunca. Para cada persona hay cierto tipo de circunstancias en las que es enormemente vulnerable. Son momentos en que toda la lógica del mundo, todo el sentido común del mundo, parecen quedar reducidos a unas flacas fuerzas incapaces de competir con la avasallante zancada de la pasión sexual, que inflama al hombre, invade sus sentidos, excita su cuerpo, envuelve sus sentimientos y se adueña de su corazón.

El hombre sensato debe saber que necesita algo más que sentido común para hacer frente a la lujuria: es necesario alejar las ocasiones propicias. Cada vez que resistas a la tentación frente a la pornografía, reforzarás tu voluntad y estarás mejor preparado para cuando se presente de nuevo. Y evitando esas otras ocasiones, que conoces bien, te harás más fuerte frente a la masturbación, y te darás más cuenta de que en realidad sí te hacía daño. Y cuando dejes de ver a la persona con quien desearías tener una relación adúltera, adquirirás mayor fuerza para alejar los sentimientos de lujuria. Reconocer los límites de la propia debilidad es siempre un síntoma de sensatez.

 

39. TE QUERRÉ... ¿MIENTRAS ME APETEZCAS? 

Placer individual, aunque en compañía

En el ser humano no hay épocas de celo que garanticen el ejercicio instintivo de la sexualidad, como sucede con los animales. El hombre ha de controlar su sexualidad, que no puede reducirse a una necesidad biológica, sino que debe responder a una libre decisión.

Cuando una persona no busca al otro o a la otra como fin, sino como un medio que proporciona un placer, podría decirse —en palabras de Carmen Segura—, que entonces, en esa actitud, hacer el amor sería más bien hacerse el amor, lo cual, evidentemente, tiene más que ver con la masturbación —pues se circunscribe a la búsqueda individualista de la propia satisfacción— que con el acto sexual, pues, en definitiva, aunque se realice por medio de otro, es algo que se hace para uno mismo.

Cuando lo que se busca sobre todo es aplacar el ansia de sexo, ese placer no alcanza a satisfacer, aunque calme provisionalmente la apetencia, porque todo placer corporal desvinculado de lo espiritual acaba resultando frustrante. Y su búsqueda aislada —individual o en compañía—, cuando se convierte en hábito, llega pronto a saturar y defraudar (y todo eso aunque resulte difícil dejarlo).

Ese defraudamiento se produce, no solo respecto del placer obtenido, sino también y principalmente respecto de uno mismo. Tarde o temprano esa conducta acaba produciendo un desgarramiento interior, e incluso un rechazo y un menosprecio de uno mismo.

Esa persona, aunque quizá le cueste reconocerlo hacia el exterior, se encuentra acostumbrada a la búsqueda de determinadas evasiones, atada a ellas. Le parece casi imposible vivir sin ellas, pero cuando se las permite, e incluso en el mismo momento en que las está disfrutando, siente un desencanto de sí misma y del modo en que vive. Quizá desearía actuar de otro modo, emplear de otra forma sus energías, pero esa búsqueda de placer se ha convertido en cadena que ata, que pesa y que esclaviza.

Aunque parezca una comparación exagerada, es semejante a lo que sucedía en aquellos antiguos banquetes romanos. Se buscaba el objeto del placer y después se vomitaba para volver a comer de nuevo. El objeto buscado, tanto en el caso del sexo como de la comida, no produce satisfacción completa y pacífica, y ha de ser continuamente repetido o sustituido. En el fondo, se siente poca estimación por él, pues es sobre todo un simple medio, tanto menos apreciado cuanto más se siente uno necesitado de recurrir compulsivamente a él.

—Pero habrá un término medio. Entre la gula y la huelga de hambre hay un amplio margen de posibilidades. No hay que vivir para comer, sino comer para vivir. Y el común de los mortales se permite sus pequeños placeres, aunque simplemente sea por concederse un capricho. Puede hacerse esto sin caer en dependencias ni hastíos.

Es cierto, y por eso debo insistir en que las razones que acabo de apuntar no son de carácter moral, sino de tipo práctico. Es como si al decir que robar conduce al hábito de robar, porque los actos malos crean dependencia, se objetara que se puede robar de vez en cuando alguna cosilla sin crearse problemas de adicción. Eso es cierto, pero es que, además, robar no está bien, aunque no cree adicción. Intentaré explicarlo mejor.

Contigo mientras me gustes

Como ha escrito Mikel Gotzon Santamaría, si una persona le dice a otra que le ama, el mismo lenguaje supone que en esa expresión hay un “para siempre”. No tendría mucho sentido que dijera: “Te amo, pero probablemente ese amor solo me durará unos meses, o unos años, mientras sigas siendo simpática y complaciente, o no encuentre otra mejor, o sigas siendo joven y guapa.”

Un “te amo” que implicara “solo por un tiempo” no sería una verdadera declaración de amor. Es, más bien, un “me gustas, me apeteces, me lo paso bien contigo, pero no estoy dispuesto a entregarme por entero a ti, ni a entregarte mi vida”.

Una persona, o se entrega para siempre, o no se entrega realmente. Y si uno se ha entregado, la entrega del cuerpo es la expresión de la entrega total de la persona. Entregar el cuerpo sin haberse entregado uno mismo tiene cierto paralelismo con la prostitución, con la utilización de la propia intimidad como objeto de intercambio ocasional: dar el cuerpo a cambio de algo, sin haber entregado la vida. Solo dentro de un amor que no pone condiciones, de un amor que, por serlo, es entrega al otro, alcanza su sentido la mutua comunicación que se produce al llevar a término el acto sexual.

El amor verdadero sabe esperar

Angela Ellis-Jones, una abogada británica de 35 años, mujer no creyente y nada sospechosa de ideas conservadoras, explicaba en un programa de debate de la BBC2 y en un artículo en el Daily Telegraph cuáles eran sus razones para permanecer virgen hasta el matrimonio.

«Desde mi adolescencia sabía que había de guardarme para el matrimonio, y nunca he tenido la más mínima duda sobre mi decisión.

»La castidad antes del matrimonio es una cuestión de integridad. Para mí, el verdadero sentido del acto sexual consiste en ser el supremo don de amor que pueden darse mutuamente un hombre y una mujer. Cuanto más a la ligera entregue uno su propio cuerpo, tanto menos valor tendrá el sexo.

»Quien de verdad ama a una persona, quiere casarse con ella. Cuando dos personas tienen relaciones sexuales fuera del matrimonio no se tratan una a otra con total respeto. Una relación física sin matrimonio es necesariamente provisional: induce a pensar que aún está por llegar alguien mejor. Me valoro demasiado para permitir que un hombre me trate de esa manera.

»Pienso así desde que tenía 14 años. Por aquel entonces ya había observado el destrozo que producía el sexo frívolo en las vidas de algunos compañeros de escuela. Ya entonces me resultaba evidente que cuando se separa matrimonio y sexo, se difumina la diferencia entre estar casado y no estarlo, y se devalúa el matrimonio mismo. Quiero casarme con un hombre que tenga un concepto de la mujer lo bastante elevado como para guardarse íntegro para su esposa.»

—Me parece un ideal atractivo, pero la gente joven desea tener relaciones sexuales cuanto antes, y pocos serán capaces de aguantar.

Me parece que no es así. Y creo que pensar eso es menospreciarles un poco. A la gente joven le da rabia, y con razón, que los adultos les consideren incapaces de plantearse metas elevadas. No rehúyen la exigencia, sino que más bien la esperan.

La juventud es un momento muy especial de la vida, es la época donde se forma la propia identidad, en que se toman las primeras decisiones personales serias. Hay una especial sensibilidad ante la fuerza de unas palabras, ante el testimonio del ejemplo. En medio de las victorias y derrotas morales de cada hombre, se va construyendo un ideal de vida, se va formando la conciencia, esa vara con que se mide la dignidad humana, el verdadero indicador del desarrollo de la propia personalidad.

Es cierto que algunos —más los mayores que los jóvenes— piensan que lo realista es buscar cuanto antes gratificaciones sexuales, y facilitarlas a otros. Dicen que prefieren ese pájaro en mano a un amor ideal que ven como algo muy lejano. Y aunque es comprensible que a una persona le deslumbren las gratificaciones inmediatas frente a lo que quizá ve como promesas inciertas, construir la propia vida requiere abrir horizontes nuevos al deseo, aprender a valorar lo que todavía no tenemos en la mano pero que, por su valor, nos vemos llamados a alcanzar. Así lo entendía esa joven abogada británica.

Dejarse fascinar por el afán de saciar nuestros instintos es algo que impide alcanzar lo realmente valioso. El hombre de deseos insaciables es como un tonel agujereado: se pasa la vida intentando llenarse, acarreando agua en un cubo igualmente agujereado.

La sexualidad fuera de su debido contexto responde a un impulso instintivo, que se inflama súbitamente y luego se apaga enseguida. Es una llamarada tan intensa como fugaz, que apenas deja nada tras de sí, y que con facilidad conduce a un círculo angosto de erotismo que, en su búsqueda siempre insatisfecha, considera que otros conceptos más elevados del amor son una simple ensoñación, cuando no un tabú o algo propio de reprimidos.

Sócrates hablaba de una voz interior que le aconsejaba, le reprendía, le impulsaba a buscar la verdad. Esa voz es lo más lúcido de nosotros mismos, y nos advierte que no debemos quedarnos en las meras sensaciones, sino buscar la verdad que hay en ellas, su auténtico valor, y no el que está más a mano, sino el más profundo.

No se trata de controlar al modo estoico las tendencias instintivas, sino de desear ardientemente valores más altos. No es cuestión de reprimir las tendencias, sino de saber dirigirlas. Un director de orquesta no reprime a ningún instrumentista, sino que señala a cada uno el camino que debe seguir para realizar su función de modo pleno: en unos momentos habrá de guardar silencio, en otros tendrá que armonizarse con otros instrumentos, y otras veces deberá asumir un mayor protagonismo.

Cuando alguien descubre la realidad del amor, tiene la certeza de haber descubierto una tierra maravillosa hasta entonces desconocida e insospechada. Se considera feliz y agraciado, y con razón. Es una lástima que por no acomodarse al ritmo natural de maduración del amor, algunos quieran comer la fruta verde y pierdan la meta que podrían haber llegado a alcanzar. Ellos mismos se acaban dando cuenta, tarde o temprano, de que en el mismo momento en que esa persona les entregó prematuramente su cuerpo, cayó del pedestal en que la habían puesto.

—Pero el atractivo del sexo es muy fuerte y la gente quiere hacer uso de él libremente.

No estoy en contra de la libertad, evidentemente. Pero sabemos que —como ha escrito José Antonio Marina—, la libertad es la adecuada gestión de las ganas, y unas veces habrá que seguirlas, pero otras no. El deseo es ciertamente un motivo para actuar, pero solo el deseo inteligente es una razón para actuar.

Cualquiera puede hoy encontrar sexo con bastante facilidad. No requiere especial talento ni habilidad. No es algo que haga a nadie más hombre ni más mujer. Lo difícil, lo valioso, es encontrar un hombre o una mujer que se hayan guardado para quien un día será su marido o su mujer. Una persona normal que haya sabido esperar, sin miedos, sin fantasmas. “Una persona que, simplemente, se guardó para mí. Sí. Exactamente eso es lo que busco. ¿Cómo lo lograste?”

¿Es realmente posible esperar?

Bastantes personas entienden al principio el sexo como un modo de diversión más. Pero cuando piensan en encontrar a alguien con quien compartir su vida, cuando piensan ya en algo serio, es fácil que entonces comprendan que el valor de esa persona que están buscando tiene bastante relación con su capacidad de esperar, de guardarse para él.

—Sí, pero esa persona de la que hablas parece que no ha logrado esperar y guardarse para el otro...

Si no lo ha logrado hasta hoy, le recomendaría que al menos lo intente seriamente a partir de ahora. Si aún puedes —le diría— ofrecer tu cuerpo de primera mano a quien vaya a ser tu marido o tu mujer, tienes un tesoro muy valioso, consérvalo. Si no puedes decir ya eso, que al menos puedas decir un día que has logrado esperar por él, o por ella, los meses o años que aún te quedan.

—Otros tienen miedo de perder a su novio o su novia si no acceden a tener relaciones sexuales. Si el otro les dice que “todos lo hacen”, o “si me quieres, demuéstramelo”, no encuentran argumentos para negarse.

Pienso que debe plantearse al revés. Si hay amor, con la espera pasará la prueba de su rectitud. Si te quiere de verdad, no lo perderás, sino que adquirirá una estima mayor por ti. Verá que no te entregas a cualquiera, sino que te guardas para quien vaya a ser el padre o la madre de tus hijos.

La Iglesia católica no aprueba las relaciones prematrimoniales precisamente porque tiene una enorme estima por el amor conyugal. Quiere ayudar a proteger y custodiar algo de lo que depende tanto, para la propia pareja y para toda la sociedad.

 

40. ¿POR QUÉ TANTAS PEGAS A LA ANTICONCEPCIÓN? 

Paternidad responsable

—¿Por qué la Iglesia católica parece empeñada en que todo el mundo tenga “los hijos que Dios le mande”?

Esa afirmación es un tanto equívoca. La Iglesia católica habla sobre todo de “paternidad responsable”, que en absoluto significa una procreación ilimitada, ni una falta de consideración ante las dificultades que conlleva criar a los hijos. Se trata de que los padres usen de su inviolable libertad con sabiduría y responsabilidad, teniendo en cuenta su propia situación y sus legítimos deseos, a la luz de la ley moral.

La Iglesia católica no sostiene la idea de una fecundidad a toda costa. La Iglesia alaba y promueve la generosidad que supone formar una familia numerosa. Como es lógico, cuando hay serios motivos para no procrear, o para espaciar los nacimientos, esa opción es lícita. Pero permanece el deber de hacerlo con criterios y métodos que respeten la verdad total del encuentro conyugal en su dimensión unitiva y procreativa, como es sabiamente regulada por la naturaleza misma en sus ritmos biológicos.

¿Y por qué no los medios artificiales?

—Pero si lo que se persigue es lo mismo..., ¿qué más da utilizar métodos naturales o artificiales?

Si se emplearan los métodos naturales con una finalidad exclusivamente antinatalista y sin suficiente motivo, en tales casos sería ciertamente difícil distinguirlos de los medios artificiales (en cuanto a su valor moral, se entiende).

Pero el recto recurso a la continencia periódica se diferencia sustancialmente de las prácticas anticonceptivas. Los medios artificiales se dirigen siempre a quitar su virtualidad procreadora a los actos conyugales, falsificándolos de raíz. En cambio, los métodos naturales, si se realizan por motivos justos, respetan la naturaleza propia de la sexualidad y de sus ritmos biológicos. No se trata, pues, de una simple diversidad de métodos, sino de una diferencia ética de comportamiento.

Además, los métodos naturales facilitan el respeto a la otra persona y a su cuerpo. La abstinencia temporal, decidida de mutuo acuerdo por el hombre y la mujer, no solo no debilita el amor, sino que lo hace más fuerte, más libre y más profundamente personal. En cambio, con los medios artificiales se abre el camino a que cada uno —y sobre todo el varón—, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, se despreocupe del equilibrio físico y psicológico de la otra persona, y llegue a considerarla como un objeto de placer sexual que debe estar siempre disponible para su propia satisfacción. Muchos acaban comprendiendo esto, y desearían poder emplear esos métodos naturales (son eficaces, gratuitos y sin efecto secundario alguno), pero sus maridos o mujeres no están preparados para un cambio tan radical. Los anticonceptivos llevan a estar sexualmente disponible sin exigir compromiso. Los métodos naturales, en cambio, son comparables a una dieta: exigen sacrificios mutuos, pero fortalecen la relación de los esposos con Dios y favorecen la misma relación conyugal.

—Pero los métodos naturales fallan...

Hace tiempo que eso ya no es así. La anticoncepción química o instrumental falla tanto o más, aunque se diga mucho menos, quizá porque mueve grandes intereses comerciales (no hay que olvidar que los métodos naturales ponen en peligro los fabulosos ingresos que produce la industria de la anticoncepción). Una prueba de que los métodos artificiales también fallan es la insistencia en el aborto o la píldora del día después para los casos en que el preservativo o la píldora anticonceptiva no han producido el efecto deseado.

Los métodos naturales, además de ser compatibles con todas las culturas y todas las religiones, son fáciles de enseñar y comprender. Son gratuitos y sin efecto secundario alguno. La libertad y los derechos de la mujer o del marido se respetan mejor, pues desarrollan una relación interpersonal más profunda entre los esposos, basada en la comunicación, las decisiones compartidas y el respeto recíproco: fortalecen el matrimonio y, por tanto, la vida familiar.

Además, y puesto que los métodos naturales ayudan a conocer los períodos de fertilidad o infertilidad, también sirven para ayudar a los cónyuges a conseguir el embarazo cuando este no llega con facilidad. De hecho, han hecho posible la fecundidad de muchos esposos que se consideraban no fértiles.

Hábitos que hacen daño

—¿Y qué dices sobre la idea de promover la distribución de preservativos a adolescentes en escuelas y colegios?

Al proporcionar los preservativos y animar a adolescentes a emplearlos, no se les está simplemente proporcionando un método para evitar embarazos o para impedir el contagio del sida. Aparte de que para ambas cosas está demostrándose un medio no muy eficaz, lo que ese uso juvenil del preservativo modifica es el comportamiento de sus usuarios, pues a través de esa práctica se impone una determinada manera de conducirse en su vida sexual. Al suministrar preservativos, se está estimulando una conducta que, con su repetición (además de consumir más preservativos), tiende a configurar un hábito de comportamiento en cuanto a las relaciones sexuales. Esa persona cambiará poco a poco su sistema perceptivo y cualquier estímulo erótico tendrá más capacidad de suscitar en él una respuesta sexual, haciéndole más dependiente de sus impulsos y menos dueño de ellos. Su organismo se habituará a ese tipo de respuestas sexuales, frustrándose con mayor frecuencia e intensidad cuando no pueda satisfacer la facilidad para obrar de esa manera que ahora le reclama con mayor exigencia su nuevo hábito.

El uso del preservativo genera un hábito de comportamiento y con ello una mayor facilidad para obrar así con mayor frecuencia, por lo que propiciar su uso incrementa la probabilidad de que en el futuro los usuarios establezcan más relaciones sexuales (es decir, mayor número de contactos potencialmente contagiosos). Por eso, no parece muy positiva la estrategia de recomendar preservativos, y en muchos casos resulta incluso peligrosa. Si se quiere ayudar a la juventud, porque nos preocupa el aumento de embarazos en adolescentes y el contagio, las campañas de ayuda tienen que apuntar un poco más alto.

Dos brotes de una misma mentalidad

—Hay quien acusa a la Iglesia católica de favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción.

Ese razonamiento es un tanto extraño. Me parece difícil que alguien evite los anticonceptivos, y que los evite precisamente por seguir las enseñanzas de la Iglesia, y que a su vez esté pensando en abortar después, cuando la misma Iglesia afirma que el aborto es un crimen.

Pienso que sucede al revés. La mentalidad anticonceptiva hace más fuerte la tentación del aborto ante la eventual llegada de una vida no deseada, y es patente que la cultura abortista está mucho más desarrollada en los ambientes que rechazan la enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción.

La anticoncepción y el aborto, a pesar de ser errores de naturaleza y peso moral muy distintos, a menudo están muy relacionados, pues son fruto de una misma mentalidad: cuando la vida que podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar absolutamente, el aborto suele ser la única respuesta posible frente a una anticoncepción frustrada.

—¿Y qué dices de la transmisión del sida?

No faltan también quienes reclaman a la Iglesia mayor "comprensión". La secuencia argumentativa suele ser así de simple: el sida se transmite por contagio sexual, la Iglesia se opone al uso del preservativo, luego la Iglesia está colaborando en la difusión de la epidemia.

Así razonaba, por ejemplo, un conocido político italiano, que no hace mucho pidió a la Iglesia que cambiara su criterio para salvar así millones de víctimas del sida en África. Por fortuna, no hizo falta respuestas muy elaboradas para documentar lo que resultaba patente para quienes conocen de cerca aquel drama: la epidemia del sida es mucho más fuerte en las zonas donde menos presente está el cristianismo, y donde por tanto poco puede influir la Iglesia en las mentalidades y los consiguientes comportamientos.

Como explicaba Mia Doornaert, si los varones africanos fueran tan respetuosos con la palabra del Papa que rechazaran por eso cualquier medio anticonceptivo, se supone que serían igualmente estrictos para seguir el resto de las enseñanzas de la Iglesia, que predican la monogamia, la castidad extramatrimonial y la fidelidad conyugal, que es lo que realmente podría frenar la difusión del virus. Y no parece que sea así. No es serio echar la culpa al Papa y al Vaticano de la propagación del sida, por la misma razón que no es serio pensar que el varón africano, que en su mayoría usan de su sexualidad según tradiciones muy lejanas a lo que la Iglesia católica recomienda, esté esperando la palabra de Roma para usar o no un preservativo.

Y aparte de que el preservativo es mucho menos seguro de lo que muchos piensan, quienes conviven a diario con el problema del sida saben bien que para luchar contra esa tragedia en esos países hay que ir por la vía de una educación que eleve el nivel económico y cultural, la conciencia de la dignidad de cada hombre y, sobre todo, la valoración de la mujer. Y a todo eso ayudan en gran manera los millares de misioneros que gastan allí su vida creando y manteniendo hospitales y escuelas.

Además, el hecho de que en Europa —según un reciente estudio francés del Instituto Nacional de la Salud— dos de cada tres mujeres que han abortado o no han deseado el último embarazo utilizaran anticonceptivos considerados “seguros”, revela que los fallos de utilización, u otros no explicados, son bastante mayores de lo que aseguran sus fabricantes y vendedores. La política de repartir o vender preservativos y asegurar que son “sexo seguro” no está funcionando: ¿no sería lógico por tanto que al menos se respete un poco a quien sostiene que es más realista una prevención del sida basada en una conducta sexual más responsable que evite la promiscuidad?

Es muy difícil...

—La doctrina católica sobre la sexualidad sigue pareciendo a muchos muy difícil de seguir. Si fuera menos exigente, quizá abandonaría menos gente la Iglesia.

Hoy la Iglesia católica es casi la única iglesia cristiana en todo el mundo que tiene el valor y la integridad de enseñar esta verdad tan impopular. Por ejemplo, hasta aproximadamente el año 1930 la postura de todas las iglesias cristianas había sido unánime en su rechazo de la anticoncepción. Todos los reformadores (Lutero, Calvino, Zwinglio, Knox, etc.) mantuvieron sobre esta cuestión la misma postura que ha tenido siempre la Iglesia católica. Sin embargo, en torno a esa fecha las iglesias protestantes empezaron a ceder, una tras otra, y los resultados muestran que esa condescendencia no ha hecho más atractivo el Evangelio, ni ha llenado sus templos, ni ha disminuido sus problemas. Parece claro que, al aceptar esas prácticas que la Iglesia católica no admite, esas iglesias no han resuelto nada.

Vivir bien la moral sexual es sin duda un reto. Ofrece un modelo de vida exigente, pero revestido de auténtica humanidad. Un estilo que puede y debe cambiar muchas cosas en nuestra sociedad. Si se vuelve la mirada a la historia, y se analiza, por ejemplo, la figura de San Benito y su enorme influencia en las raíces culturales de Europa, vemos que fue un hombre que marchó bastante en contra de su tiempo. Pero su singularidad se convirtió más tarde en la clave de todo un cambio cultural y espiritual sobre el que se ha cimentado el mundo occidental de hoy. También ahora, en nuestro tiempo, hay muchos buenos cristianos que no aceptan esos modelos de permisividad sexual, aunque estén tan extendidos que casi se nos imponen. Son personas que buscan en la fe nuevos modelos de vida. Quizá aún no llamen la atención de la opinión pública, pero con el tiempo, el futuro reconocerá la importancia de lo que están haciendo.