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PARTE SEGUNDA

¿Es razonable ser creyente?

50 cuestiones actuales en torno a la fe

Alfonso Aguiló

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PARTE SEGUNDA

II. UNA RELIGIÓN, PERO... ¿POR QUÉ LA CRISTIANA?

10. ¿DA IGUAL UNA RELIGIÓN QUE OTRA?

El síndrome del muestrario

Acertar con la verdad

¿Puede uno salvarse con cualquier religión?

11. ¿ES LA RELIGIÓN CRISTIANA LA VERDADERA?

Una seguridad razonable

Un sorprendente desarrollo

Algo absolutamente singular en la historia de la humanidad

Otros rasgos sorprendentes

 

 

12. ¿EXISTIÓ REALMENTE JESUCRISTO?

¿Realidad verdadera... o una ficción?

La garantía de la historia

El testimonio de tres culturas

13. VALOR HISTÓRICO DE LOS EVANGELIOS

¿Merecen credibilidad los Evangelios que conocemos?

¿Es verdad lo que cuentan los Evangelios?

¿Hubo realmente milagros?

 

 

 

 

 

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PARTE SEGUNDA

 

La verdad, si no es entera,

se convierte en aliada de lo falso.

                                         J. Sádaba

 

II. UNA RELIGIÓN, PERO... ¿POR QUÉ LA CRISTIANA?

10. ¿DA IGUAL UNA RELIGIÓN QUE OTRA?

El síndrome del muestrario

«Aunque crea que Dios existe, hay muchas religiones para elegir. Soy de los que piensan que todas las religiones son buenas. Quitando algunas degeneraciones extrañas que vienen a ser como la excepción que confirma la regla, todas llevan al hombre a hacer el bien, exaltan sentimientos positivos, y satisfacen en mayor o menor medida la necesidad de trascendencia que todos tenemos.

»En el fondo, da igual una que otra. Además, ¿por qué no va a poder haber varias religiones verdaderas?».

Ciertamente hay que ser de espíritu abierto, y apreciar —como lo hacía el autor del comentario que acabo de recoger— todo lo que de positivo haya en las diversas religiones, pero me parece que no se puede pensar seriamente que haya varias que sean igualmente verdaderas. Si solamente hay un Dios, no puede haber más que una verdad divina, y una sola religión verdadera.

Porque una cosa es tener una mente abierta, y otra muy distinta decir que cada uno se fabrique su religión y que no se preocupe porque todas van a ser verdaderas. Por eso decía Chesterton que “tener una mente abierta es como tener la boca abierta: no es un fin, sino un medio. Y el fin —decía con sentido del humor— es cerrar la boca sobre algo sólido”.

No es serio decir que pueden ser verdad al mismo tiempo religiones diversas, que se oponen en muchas de sus afirmaciones y sus exigencias. Si dos y dos son cuatro, y alguien dijera que dos y dos son cinco, habría caído en un error. Pero si además dijera que una suma es tan buena como la otra, podría decirlo, porque afortunadamente hay libertad de expresión, pero habría incurrido en un error aún más grave que el anterior.

Acertar con la verdad

La sensatez de la decisión humana sobre la religión no estará, por tanto, en elegir la religión que a uno le guste o le satisfaga más, sino más bien en acertar con la verdadera, que solo puede ser una. La religión no es como elegir en un supermercado el producto más atractivo.

—Pero la religión verdadera debería ser atractiva, si tan buena es, ¿no?

Depende de qué se entienda por atractivo. Si te refieres a lo superficial, guiarse por el atractivo de la presentación exterior llevaría a juzgar por el envoltorio o por la apariencia.

Sería como intentar distinguir entre un buen libro histórico y otro lleno de manipulaciones, fijándose solo en lo atractivo de la portada o la presentación. O como distinguir entre un veneno y una medicina por lo agradable del color o del sabor (esto podría ser incluso más peligroso).

Cuando se trata de discernir entre lo verdadero y lo falso, y en algo importante, como lo es la religión, conviene profundizar lo más posible. La religión verdadera será efectivamente la de mayor atractivo, pero solo para quien tenga de ella un conocimiento suficientemente profundo.

—Entonces, ¿tú crees que el cristianismo es la verdad para todos?

Sí, naturalmente, pues soy cristiano. Si uno no cree que su fe es la verdadera, lo que le sucede entonces, sencillamente, es que no tiene fe.

—¿Dices entonces que todos los que profesan una religión distinta a la cristiana están completamente equivocados?

Completamente, no. La adhesión a la verdad cristiana no es como el reconocimiento de un principio matemático. La revelación de Dios se despliega como la vida misma, y toda verdad parcial no tiene por qué ser un completo error.

Muchas religiones tendrán una parte que será verdad y otra que contendrá errores (excepto la verdadera, que, lógicamente, no contendrá errores). Por esta razón, la Iglesia católica —lo ha señalado el Concilio Vaticano II— nada rechaza de lo que en otras religiones hay de verdadero y de santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. La Iglesia honra cualquier verdad que pueda ser descubierta en el mundo de las religiones y las culturas.

¿Puede uno salvarse con cualquier religión?

La verdad sobre Dios es accesible al hombre en la medida en que este acepte dejarse llevar por Dios y acepte lo que Dios ordena. Es decir, en la medida en que el hombre quiera buscar a Dios rectamente.

—¿Quieres decir entonces que los que no son cristianos no buscan a Dios rectamente?

No. Decir eso sería una barbaridad. Hay gente recta que puede no llegar a conocer a Dios con completa claridad. Por ejemplo, por no haber logrado liberarse de una cierta ceguera espiritual. Una ceguera que puede ser heredada de su educación, o de la cultura en la que han nacido.

—Entonces, en ese caso, no serían culpables.

Dios es justo y juzgará a cada uno por la fidelidad con que haya vivido conforme a sus convicciones. Es preciso, lógicamente, que a lo largo de su vida hayan hecho lo que esté en su mano por llegar al conocimiento de la verdad. Y esto es perfectamente compatible con que haya una única religión verdadera.

—¿Y qué dice la Iglesia católica sobre la salvación de los que no profesan la religión católica? Porque algunos la acusan por esto de exclusivismo.

La Iglesia católica dice que los que sin culpa de su parte no conocen el Evangelio ni la Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.

Como ha señalado Peter Kreeft, el buen ateo participa de Dios precisamente en la medida en que es bueno. Si alguien no cree en Dios, pero participa en alguna medida del amor y la bondad, vive en Dios sin saberlo.

—Entonces, si se puede ser moralmente bueno sin creer en Dios, ¿para qué creer en Dios?

Es que no debemos creer en Dios porque nos sea útil, o porque nos permita llevar una vida moral, sino, sobre todo, porque creemos que realmente existe.

—¿Y dices que Dios me juzgaría con arreglo a la religión en que yo creyera, aunque fuera falsa?

Depende de tu rectitud, pues podrías estar en ese error de un modo culpable o voluntario. Georges Bernanos decía que no se puede perder la fe como se pierde un llavero, y se mostraba bastante escéptico ante las crisis intelectuales de fe, que consideraba mucho más raras de lo que muchos pretenden. Si una persona se fabricara una religión propia, a su medida, porque le resulta más cómodo; o hiciera una interpretación acomodada de su religión, para rebajar así sus exigencias morales; o no se preocupara de alcanzar la necesaria formación religiosa adecuada a su edad y circunstancias; cuando se diera alguna de estas cosas u otras semejantes —y creo que se dan con cierta frecuencia—, parece claro que la pretendida crisis intelectual bien podría tener otros orígenes.

—¿Pero eso de formarse no es propio más bien de gente de poca personalidad, que se deja influenciar fácilmente?

No tiene por qué ser así, pues preocuparse de mejorar la propia formación es propio de personas que desean tomar las riendas de la autotransformación de su vida, y eso se lo suelen plantear sobre todo quienes tienen más personalidad y son menos influenciables por las corrientes de moda en cada momento.

Si una persona no se preocupara de formarse y de reflexionar suficientemente para mejorar su conocimiento de la fe verdadera y de sus exigencias, caería con facilidad en una ignorancia culpable. En ese caso, como es natural, será juzgado por Dios conforme a su grado de culpabilidad y voluntariedad.

 

11. ¿ES LA RELIGIÓN CRISTIANA LA VERDADERA?

Una seguridad razonable

—¿Y por qué precisamente la religión cristiana va a ser la verdadera?

Es realmente difícil, en un diálogo como el que llevamos, no acabar en esta pregunta. Intentaré responderte, pero no esperes una demostración que lleve a una evidencia aplastante.

—¿Quieres decir entonces que no se puede demostrar?

Una cosa es que algo sea demostrable y otra que sea evidente. Se pueden aportar pruebas sólidas, racionales y convincentes, pero nunca serán pruebas aplastantes e irresistibles.

Ten en cuenta, además, que no todas las verdades son demostrables. Y menos aún para quien entiende por demostración algo que ha de estar atado indefectiblemente a la ciencia experimental, aunque a ese prejuicio ya le hemos dedicado un par de capítulos y será mejor no repetirse.

Digamos —no es muy académico, pero sirve para entendernos— que es como si Dios no quisiera obligarnos a creer. Dios respeta la dignidad de las personas, que Él mismo ha creado, y que han de regirse por su propia determinación. Dios actúa con ese respeto por el hombre. Además, si fuera algo tan evidente como la luz del sol, no haría falta demostrar nada: ni tú estarías leyendo este libro ni yo lo habría escrito.

Nadie se rinde ante una demostración no totalmente evidente (algunos, ni siquiera ante las evidentes), si hay una disposición contraria de la voluntad. La fe es un don de Dios, pero a la vez es un acto libre. Para creer, hace falta una decisión libre de la voluntad.

Dios podría haber hecho que sus mandatos o sus consejos aparecieran escritos en el cielo, como por arte de magia, pero ha preferido actuar de modo ordinario y natural, a través de las inteligencias de los hombres, respetando su libertad, su personalidad y sus condicionantes culturales. Ha querido salvaguardar lo más posible nuestra libertad. Así será mayor la plenitud de nuestra fe.

Si te parece, podemos ir repasando diversos aspectos de la religión cristiana, comentando algunas de las razones que pueden ayudar a comprenderla mejor. No pretendo argumentar de modo muy exhaustivo, sino arrojar un poco de luz sobre el asunto, es decir, hacer más verosímil la verdad.

Un sorprendente desarrollo

Podemos empezar, por ejemplo, por considerar lo que ha supuesto el cristianismo en la historia de la humanidad. Piensa cómo, en los primeros siglos, la fe cristiana se abrió camino en el Imperio Romano de una forma prodigiosa...

—Es algo muy estudiado. Estuvo facilitado por la unidad política y lingüística del Imperio, por la facilidad de comunicaciones en el mundo mediterráneo, etc.

Todo eso es cierto. Pero piensa también que, pese a que esas condiciones eran favorables, el cristianismo recibió un tratamiento tremendamente hostil. Hubo una represión brutal, con unas persecuciones enormemente sangrientas, con todo el peso de la autoridad imperial en su contra durante más de dos siglos.

Hay que recordar que la religión entonces predominante era una amalgama de cultos idolátricos enormemente indulgentes con las más degradantes debilidades humanas. Tan bajo había caído el culto, que la fornicación se practicaba en los templos como rito religioso. El sentido de la dignidad del ser humano brillaba por su ausencia, y las dos terceras partes del imperio estaban formadas por esclavos privados de todo derecho. Los padres tenían derecho a disponer de la vida de sus hijos (y de los esclavos, por supuesto), y las mujeres, en general, eran siervas de los hombres o simples instrumentos de placer.

Tal era el mundo que debían transformar. Un mundo cuyos dominadores no tenían ningún interés en que cambiara. Y la fe cristiana se abrió paso sin armas, sin fuerza, sin violencia de ninguna clase. Predicando una conversión muy profunda, unas verdades muy difíciles de aceptar para aquellas gentes, un cambio interior y un esfuerzo moral que jamás ninguna religión había exigido.

Y pese a esas objetivas dificultades, los cristianos eran cada vez más. Cristianos de toda edad, sexo y condición: ancianos, jóvenes, niños, ricos y pobres, sabios e ignorantes, grandes señores y personas sencillas..., y, tantas veces, perdiendo sus haciendas, acabando sus vidas en medio de los más crueles tormentos.

Conseguir que la religión cristiana arraigase, que se extendiese y se perpetuara, a pesar de todos los esfuerzos en contra de los dominadores de la tierra de aquel entonces; a pesar del continuo ataque de los grandes poseedores de la ciencia y de la cultura al servicio del Imperio; a pesar de los halagos de la vida fácil e inmoral a la que llevaba el paganismo romano...; haber conseguido la conversión de aquel enorme y poderoso imperio, y cambiar la faz de la tierra de esa manera, y todo a partir de doce predicadores pobres e ignorantes, faltos de elocuencia y de cualquier prestigio social, enviados por otro hombre que había sido condenado a morir en una cruz, que era la muerte más afrentosa de aquellos tiempos... Para el que no crea en los milagros de los Evangelios, me pregunto si no sería este milagro suficiente.

 Algo absolutamente singular en la historia de la humanidad

«El protagonista de mi novela —cuenta el escritor José Luis Olaizola en un libro autobiográfico— se había hecho cura, quizá porque me parecía un buen final de la novela que lo fusilaran al principio de la guerra civil española.

»Y como yo sabía muy poco de curas, y de su posible comportamiento en una situación tan límite, me puse a leer el Evangelio para articular un buen sermón ante el pelotón de fusilamiento, con palabras del mismo Cristo.

»Aquellas palabras sirvieron de poco para mi novela, pero a mí me llegaron bastante hondo. Así comencé a interesarme por la figura de Cristo, que me pareció un personaje muy atractivo..., a condición de que, efectivamente, fuera Hijo de Dios. Porque si fuera solo un hombre, y dijera las cosas que decía, sería un loco o un farsante. Y si Cristo era el Hijo de Dios, no se le ocurriría dejar la hermosura de su doctrina al libre discurrir de los hombres; sería el caos. Era lógico que hubiera encomendado el depósito de la fe a la Iglesia.

»Es decir, que por un proceso reflexivo me encontré siendo intelectualmente católico.»

Así cuenta Olaizola un pequeño retazo de su encuentro con Dios. Como en tantos otros casos, empezó por un descubrimiento de la figura de Jesucristo. Podemos analizar esto brevemente, pues constituye el fundamento de la fe cristiana. La pregunta básica sobre la identidad de la religión cristiana se centra en su fundador, en quién es Jesús de Nazaret.

El primer trazo característico de la figura de Jesucristo —señala André Léonard— es que afirma ser de condición divina. Esto es absolutamente único en la historia de la humanidad. Es el único hombre que, en su sano juicio, ha reivindicado ser igual a Dios. Y recalco lo de reivindicar porque, como veremos, esta pretensión no es en modo alguno signo de jactancia humana, sino que, al contrario, fue acompañada de la mayor humildad.

Los grandes fundadores de religiones, como Confucio, Lao-Tse, Buda y Mahoma, jamás tuvieron pretensiones semejantes. Mahoma se decía profeta de Allah, Buda afirmó que había sido iluminado, y Confucio y Lao-Tse predicaron una sabiduría. Sin embargo, Jesucristo afirma ser Dios. Lo que sorprendía y admiraba a las gentes era la autoridad con que hablaba, por encima de cualquier otra, aun de la más alta, como la de Moisés. Y hablaba con la misma autoridad de Dios en la Ley o los Profetas, sin referirse más que a sí mismo: "Habéis oído que se dijo..., pero yo os digo...". A través de sus milagros manda sobre la enfermedad y la muerte, da órdenes al viento y al mar, con la autoridad y el poderío del Creador mismo. Sin embargo, este hombre que utiliza el yo con la audacia y la pretensión más sorprendentes, posee al propio tiempo una perfecta humildad y una discreción llena de delicadeza. Una humilde pretensión de divinidad que constituye un hecho singular en la historia y que pertenece a la esencia misma del cristianismo.

En cualquier otra circunstancia —piénsese de nuevo en Buda, en Confucio o en Mahoma—, los fundadores de religiones lanzan un movimiento espiritual que, una vez puesto en marcha, puede desarrollarse con independencia de ellos. Sin embargo, Jesucristo no indica simplemente un camino, no es el portador de una verdad, como cualquier otro profeta, sino que Él mismo es el objeto propio del cristianismo. Por eso, la verdadera fe cristiana comienza —como le sucedió a Olaizola— cuando un creyente deja de interesarse simplemente por las ideas o la moral cristianas, tomadas en abstracto, y encuentra a Jesucristo como verdadero hombre y verdadero Dios.

 Otros rasgos sorprendentes

Hay otro rasgo característico de la figura de Jesucristo que presenta un fuerte contraste con el anterior. Se trata de su humillación extrema en la hora de la muerte. Una paradoja absoluta. El que ha manifestado ser el propio Hijo de Dios, aquel que reunía a las multitudes y arrastraba tras sí a los discípulos, muere solo, abandonado e incluso negado y traicionado por los suyos. También este rasgo es único.

Es el único Dios humillado de la historia. Además, va a la muerte como al núcleo principal de su misión. Y el Evangelio ve en la cruz el lugar en que resplandece la gloria del amor divino. Los Evangelios narran las dificultades que Jesucristo experimentó, incluso con sus propios discípulos, para lograr que sus contemporáneos aceptaran la idea de un mesianismo espiritual cuya realización pasaría, no por un triunfo político, sino por un abismo de sufrimiento, como preludio al surgir de un mundo nuevo, el de la Resurrección.

Y la descripción de la figura de Cristo en los Evangelios concluye con otro rasgo singular: el testimonio de su resurrección de entre los muertos. No hay ningún otro hombre del que se haya afirmado seriamente algo semejante.

La muerte de Jesucristo y la causa de su condena, son dos hechos materialmente inscritos en la historia, y que, como después veremos, hoy día ya nadie se atreve a negar: Jesucristo fue históricamente crucificado bajo Poncio Pilato a causa de su reivindicación divina. El hecho de su resurrección, sin embargo, sí es negado por algunas personas, que afirman que no se trata de algo empíricamente comprobable, y que por tanto sus apariciones después de muerto tendrían que deberse a una ilusión óptica, una sugestión o algún tipo de alucinación, producida sin duda por el deseo de que resucitara.

—Supongo que les parecerá una explicación más creíble de la Resurrección.

A mí en cambio me parece muy creíble que Dios, si realmente es Dios, haga cosas extraordinarias. Lo que me sorprende es el empeño de algunos por dar todo género de explicaciones, y su capacidad para aceptar cualquier cosa antes que admitir que Dios pueda hacer algo que se salga de lo ordinario.

A quienes hablan de "ilusiones ópticas", por ejemplo, habría que recordarles que la reacción de los discípulos ante las primeras noticias de la resurrección de Cristo fue muy escéptica, pues estaban sombríos y abatidos, y aquel anuncio les pareció un desatino. Y está claro que no suelen producirse sugestiones, alucinaciones o ilusiones ópticas entre personas en actitud escéptica, y menos aún si esas sugestiones tienen que ser colectivas. Además, tampoco se explicaría por qué solo duraron cuarenta días, hasta la Ascensión, y después ya nadie volvió a tenerlas.

Los guardias que custodiaban el sepulcro dijeron —y después lo han repetido muchos otros— que los discípulos robaron el cuerpo mientras ellos dormían: curioso testimonio el de unos testigos dormidos, y poco concluyente para intentar rebatir algo que —durante su supuesto sueño— les fue imposible presenciar.

Sin embargo, el testimonio de la resurrección dado por los apóstoles y por los primeros discípulos satisface plenamente las exigencias del método científico. Es de destacar, sobre todo, el asombroso comportamiento de los discípulos al comprobar la realidad de la noticia por las múltiples apariciones de Jesucristo. Si esas apariciones no fueran reales, no se explicaría que esos hombres que habían sido cobardes y habían huido asustados ante el prendimiento de su maestro, a los pocos días estén proclamando su resurrección, sin miedo a ser perseguidos, encarcelados y finalmente ejecutados, afirmando repetidamente que no pueden dejar de decir lo que han visto y oído: el milagro portentoso de la Resurrección, del que habían sido testigos por aquellas apariciones, y que había transformado sus vidas.

La historicidad es de tal índole —lo analizaremos en el próximo capítulo— que la única explicación plausible del origen y del éxito de esa afirmación es que se trate de un acontecimiento real e histórico. Por otra parte, el testimonio de los Evangelios sobre la resurrección de Jesucristo es masivo y universal: todo el conjunto del Nuevo Testamento sería impensable y contradictorio si el portador y el objeto de su mensaje hubiese terminado simplemente con el fracaso de su muerte infamante en una cruz.

«Leyendo el Nuevo Testamento —escribe Tomás Alfaro—, puede verse que los Apóstoles eran hombres que creían fervientemente lo que decían. San Pedro fue crucificado cabeza abajo. San Andrés, en un tipo de cruz que desde entonces lleva su nombre. San Pablo fue decapitado, pues era ciudadano romano y esta era la única pena capital que podían sufrir. Todos los apóstoles, menos Juan, sufrieron martirio. Y la misma suerte corrieron muchísimos de los primeros testigos de la fe cristiana, que dieron su vida por esa supuesta invención. Y en nuestros días sigue habiendo nuevos engañados que mueren por esa fe, o que, sin llegar al martirio gastan toda su vida en pos de un ideal sustentado por las palabras inventadas de un mito que no existió nunca. Los discípulos de este mito inventado, de esta patraña, se lanzaron por el mundo, sin importarles ningún peligro, para proclamar a los cuatro vientos su mentira o su locura, que ellos llamaban Evangelio, es decir, la buena noticia. Y esto para cumplir el mandato de un hombre que nunca existió o, lo que es menos plausible todavía, se habían inventado. Un líder verdadero puede tener más o menos fuerza. Pero una patraña tan descomunal hubiera tardado muy poco en ser descubierta. Se puede pensar que eran unos locos o unos mentirosos, pero parece más plausible pensar que eran hombres cuerdos y honestos, que sabían lo que querían, y que lo que querían merecía recorrer el mundo y morir por ello si era necesario. Y no solamente eran capaces de hacerlo ellos. También eran capaces de hacer que otros siguiesen su ejemplo. ¡Qué brillo de sinceridad debía verse en sus ojos para que ese traspaso del testigo se produjese! Pero lo más impresionante es que ese brillo sigue encendiendo. Dos mil años después sigue habiendo un brillo contagioso en los hombres que viven bien el cristianismo.»

 

12. ¿EXISTIÓ REALMENTE JESUCRISTO?

¿Realidad verdadera... o una ficción?

—¿Y no pudo ser Jesucristo un fanático, o un esquizofrénico que se inventase su papel con gran genialidad?

«La verdad es que, si esto fuera así —continúa Tomás Alfaro—, sería el mayor farsante de todos los tiempos. Porque encarnó con una exactitud impresionante dieciocho siglos de profecías anteriores a Él. Y de las distintas interpretaciones a esas profecías, no fue a elegir la más fácil ni la más agradable. Continuamente surgían en Israel supuestos Mesías que pretendían ser el libertador victorioso. Naturalmente, ellos y sus seguidores eran eliminados en poco tiempo por la potencia dominante del momento. Sus burdas doctrinas no les sobrevivían más allá de unos meses, tal vez unos años en el mejor de los casos. Pero no se sabe de un solo caso de un farsante que quisiera representar el papel de la profecía del Siervo Sufriente y morir de una manera tan cruel (y tan infame en aquellos tiempos).»

—Bueno, podría decirse que era un loco muy especial.

Pero tampoco eso cuadra. De un esquizofrénico con manía autodestructiva no cabría esperar ni la serena doctrina ni la vida ejemplar de Jesucristo.

—¿Y la fe en Jesucristo no podría ser una simple ilusión, un hermoso sueño forjado por la humanidad?

Si se analiza la coherencia de la figura de Jesucristo, y su conveniencia en el corazón de la condición humana y de la historia —apunta André Léonard—, puede verse que no se trata de una coherencia artificial que el espíritu humano hubiera podido inventar, y después dominar, como si fuera una ilación lógica que caracteriza a un sistema filosófico bien trabado o a una ideología hábilmente adaptada a la mentalidad ambiental. Es algo muy distinto. Se trata de una coherencia tan compleja, tan contrastada, tan imprevisiblemente vinculada a un gran número de realidades históricas, que es totalmente imposible de construir por un esfuerzo de lógica.

De la figura de Jesucristo, tal como aparece en el Nuevo Testamento, emana un enorme poder de convicción. Se presenta con una capacidad de captación tan singular que la historia de los hombres no ha conocido nada semejante. Un poder de captación que, además, hace su figura convincente, pero no ineludible. Dios desea ser amado libremente por unas criaturas libres, y no una adhesión forzada por parte del hombre. Por eso, nuestra existencia empieza, y debe empezar, por el claroscuro de esta vida terrena, marcada por la no evidencia de Dios.

 La garantía de la historia

—Pero siempre queda la posibilidad de que la figura de Jesucristo hubiera sido resultado de una inconsciente y casual creación del genio humano. ¿No podría ser como una proyección consoladora, como una objetivación engañosa de los deseos ocultos del hombre, sediento de una dicha que no posee?

Son muchas las esperanzas psicológicas, filosóficas o religiosas del ser humano que pueden explicarse por construcciones parecidas. Pero ese tipo de interpretaciones proyectivas presentan un obstáculo insalvable cuando se quieren aplicar al caso del cristianismo: los acontecimientos fundacionales de la fe cristiana son rigurosamente históricos.

La objeción según la cual toda la religión cristiana podría ser una simple ilusión reconfortante puede llegar a inquietar profundamente a algunos creyentes. Sin embargo, la esencial referencia histórica del cristianismo hacia sus acontecimientos fundacionales, le distingue radicalmente y desde un principio de todas las construcciones humanas. Hay una diferencia abismal entre la fe cristiana, inscrita en los hechos de la historia, y los mitos intemporales de las religiones antiguas, que carecen de historia y solo muestran de esta la apariencia superficial de una narración. Además, en Jesucristo se da una situación poco frecuente respecto a otros personajes de la Antigüedad, pues la existencia histórica de Jesucristo está testimoniada por documentos de tres culturas diferentes: la cristiana, la romana y la judía.

Las primeras menciones de Jesús en documentos literarios fuera de los escritos cristianos se pueden encontrar sobre todo en algunos historiadores helenistas y romanos que vivieron en décadas muy cercanas a los acontecimientos. Son menciones marginales en el conjunto de sus obras, escritas sin tener conciencia de la importancia que alcanzarían esos párrafos, precisamente por mencionar la figura de Jesús, que para ellos no tenía especial trascendencia. Lo que relatan es, habitualmente, los ecos de la expansión de los primeros cristianos por el Imperio romano. Y, al hacer esas referencias, atestiguan de modo fehaciente que Jesucristo fue un personaje histórico que desencadenó una movilización de personas de todas las clases sociales que, con enorme rapidez para la época, se difundieron por todos los rincones del Imperio, hasta el punto de que su presencia no pasa inadvertida a los historiadores generales de pocas décadas después.

El testimonio de tres culturas

Es perfectamente comprobable, como decíamos, que Jesús de Nazaret es el nombre de una persona histórica que vivió en Palestina bajo los emperadores Augusto y Tiberio, y que nació el año 6 o 5 antes de nuestra era (años 748 o 749 de la fundación de Roma), y murió el 7 u 8 de abril (14 o 15 del mes de Nisán) del año 30 de nuestra era, bajo el poder del procurador Poncio Pilato.

El historiador romano Tácito ya mencionaba de pasada en sus Annales —escritos hacia el año 116 a partir de las Actas de los archivos oficiales del Imperio— la condena al suplicio de un cierto Chrestus por el procurador Poncio Pilato, durante el imperio de Tiberio. Bien es sabido, por otra parte, que Tácito tenía pocas razones para interesarse por la oscura aventura de un profeta judío en un rincón perdido del imperio. Si menciona ese nombre se debe únicamente a que el relato de la vida de Nerón le lleva a hablar de los cristianos en relación con el incendio de Roma del año 64. Pero el nombre queda citado: “Para este propósito Nerón presentó como culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a una raza de hombres detestada por sus prácticas de maldad, por vulgar denominación comúnmente llamados crestianos. Aquel de quien tomaban nombre, un tal Cresto, había sido ajusticiado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato. Reprimida momentáneamente, la execrable superstición irrumpió de nuevo, no sólo en Judea, de donde proviene el mal, sino incluso en la ciudad de Roma, donde todas las atrocidades y vergüenzas del mundo confluyen y se celebran.”(Annales, XV, 44, 2-3). El error de transcripción del nombre de Cristo y de los cristianos, unido al tono hostil y despectivo con que habla de ellos y las precisiones históricas que recoge, excluyen que pueda ser una interpolación posterior y avalan claramente su autenticidad.

Hay más testimonios de Jesucristo totalmente externos al Nuevo Testamento. Aparece, por ejemplo, una larga mención en una carta escrita en el año 112 por Plinio el Joven, legado imperial para las provincias del Ponto y de Bitinia, que dirige a su tío el emperador Trajano y constituye un documento excepcional sobre la rápida expansión de los discípulos de Cristo entre personas de todas las clases sociales: «Maestro, es regla para mi someter a tu consideración todas las cuestiones en las que tengo dudas. Nunca he participado en las investigaciones sobre los cristianos. Por tanto no se qué hechos ni en qué medida deban de ser castigados o perseguidos. Y con no pocas dudas me he preguntado si no habría de hacer diferencias por razón de la edad, o si la tierna edad ha de ser tratada del mismo modo que la adulta; si se debe perdonar a quien se arrepiente, o si bien a cualquiera que haya sido cristiano de nada le sirva el abjurar; si ha de castigarse por el mero hecho de llamarse cristiano, aunque no se hayan cometido hechos reprobables, o las acciones reprobables que van unidas a ese nombre.

»Mientras tanto, esto es lo que he hecho con aquellos que me han sido entregados por ser cristianos. Les preguntaba a ellos mismos si eran cristianos. A los que respondían afirmativamente, le repetía dos o tres veces la pregunta, amenazándolos con suplicios: a los que perseveraban, los he hecho matar. No dudaba, de hecho, confesaran lo que confesasen, que se los debiera castigar al menos por tal pertinacia y obstinación inflexible. A otros, atrapados por la misma locura, los he anotado para enviarlos a Roma, puesto que eran ciudadanos romanos (…).

»Tienen la costumbre de reunirse determinado día antes de salir el sol, y cantar entre ellos sucesivamente un himno a Cristo, como si fuese un dios, y en obligarse bajo juramento, no a perpetrar cualquier delito, sino a no cometer robo o adulterio, a no faltar a lo prometido, a no negarse a dar lo recibido en depósito. Concluidos esos ritos, tenían la costumbre de separarse y reunirse de nuevo para tomar el alimento, por lo demás ordinario e inocente (…).

»He considerado sumamente necesario arrancar la verdad, incluso mediante la tortura, a dos esclavas a las que se llamaba servidoras. Pero no logré descubrir otra cosa que una superstición irracional desmesurada.

»Por eso, suspendiendo la investigación, recurro a ti para pedir consejo. El asunto me ha parecido digno de tal consulta, sobre todo por el gran numero de denunciados. Son muchos, de hecho, de toda edad, de toda clase social, de ambos sexos, los que están o serán puestos en peligro. No es solo en la ciudad, sino también en las aldeas y por el campo, por donde se difunde el contagio de esta superstición. Sin embargo, me parece que se la puede contener y acallar.» (Cayo Plinio Cecilio Segundo, Epistolarum ad Traianum Imperatorem cum eiusdem Responsis liber, X, 96.)

También hay recogidas otras referencias de Suetonio, secretario de Adriano, que publicó en el año 121 una gran obra llamada Vitae Caesarum (Vidas de los doce Césares), que tienen una gran importancia histórica, ya que por su cargo tenía acceso a los archivos y a la correspondencia de César y Augusto, a sus testamentos, a los escritos de Nerón y a muchos otros documentos oficiales. En el quinto de los ocho libros, dedicado a Claudio, que gobernó el Imperio del año 41 al 54, comenta que el emperador «expulsó de Roma a los judíos, que provocaban alborotos continuamente a instigación de Cresto». El interés de esta breve mención es grande, ya que dicha expulsión está muy bien documentada, se relata en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 18,2), y tuvo lugar en el año 49, es decir, menos de veinte años después de la muerte de Jesús en Jerusalén. Demuestra que hubo una presencia de cristianos muy temprana en Roma, y, a la vez, que la proclamación de que Jesús es el Mesías ya estaba muy extendida en ese tiempo, y suscitaba altercados entre los judíos de la ciudad.

También Flavio Josefo, conocido historiador judío, en sus Antigüedades judías, del año 94, hace una mención: «Por este tiempo, un hombre sabio llamado Jesús tuvo una buena conducta y era conocido por ser virtuoso. Tuvo como discípulos a muchas personas de los judíos y de otros pueblos. Pilato lo condenó a ser crucificado y morir. Pero los que se habían hecho discípulos suyos no abandonaron su discipulado y contaron que se les apareció a los tres días de la crucifixión y estaba vivo, y que por eso podía ser el Mesías del que los profetas habían dicho cosas maravillosas».

El mismo Talmud de los judíos hace varias referencias despectivas acerca de Jesús, como un hereje que sedujo y extravió al pueblo de Israel interpretando torcidamente la Torah. Se trata de una fuente histórica especialmente interesante, pues tiene el indudable interés de proporcionar unos datos que han llegado por vías alternativas a las cristianas, y por tanto no son sospechosos de haber recibido una manipulación favorable al personaje del que hablan. Su interés radica sobre todo en que las coincidencias de fondo que se aprecian en cuestiones que son asumidas tanto por las fuentes judías como por las cristianas, sirven para acercarse a hechos que se pueden considerar probados, pues no fueron discutidos por sus protagonistas inmediatos, ni seguidores ni detractores. Por ejemplo, testimonia de modo muy claro que Jesús tuvo un grupo de hombres que eran discípulos suyos. También deja claro que Jesús no había venido a abrogar la Ley, que la comentaba de modo semejante al empleado por los fariseos, a los que contradijo pero siempre hablando bien de Israel. Confirma también que hizo numerosos hechos prodigiosos, que resultaban innegables, y que el mismo Jesús no se había opuesto al reconocimiento espontáneo de su divinidad por parte de los que escuchaban su predicación y contemplaban los prodigios que realizaba, lo cual, para los redactores del Talmud, era una clara prueba de ser un impostor y un hechicero, un grave delito en aquellos tiempos y la causa de que lo colgaran de una cruz. Recoge numerosos detalles que dan credibilidad histórica a los hechos narrados en el Nuevo Testamento, entre los que destacan los signos portentosos y las curaciones milagrosas de enfermos por parte de Jesús y de sus discípulos, que atribuyen a la hechicería pero que en ningún momento sugieren que haya podido ser un invento de sus seguidores.

Hay otras fuentes ajenas a las cristianas, como el griego Luciano de Samosata, que presenta a Jesús como un vulgar embaucador, o las de Celso, un filósofo pagano, que se refiere a él como un peligro para la sociedad.

Nadie se atrevería a calificar de interesados o comprometidos con la fe cristiana a todos esos autores, que —sin saberlo— han contribuido a probar inequívocamente la existencia histórica de Jesús de Nazaret. Los testimonios son tan incontrovertibles que hace ya mucho tiempo que ningún historiador serio se atreve a negar la existencia histórica de Jesucristo y de sus discípulos.

A la ciencia del siglo XIX le gustaba presentar un universo determinista donde la libertad humana apenas tenía cabida, y donde no hacía ninguna falta contar con la intervención de Dios. El poder de ese cientifismo fue formidable, en parte porque la religiosidad popular cristiana de por entonces estaba, en muchos sentidos, bastante poco cultivada. Sin embargo, a medida que ha ido avanzando la ciencia, se ha hecho más evidente su compatibilidad con la fe. Lo que entonces parecía fuente de incredulidad, hoy nos muestra lo contrario. «Todavía a comienzos del siglo XX —escribe Pedro Laín Entralgo— circulaban por las librerías publicaciones con el título "Jesucristo nunca ha existido" u otros semejantes. Ya no es posible encontrarlos. La investigación histórica rigurosa ha eliminado tales desvaríos. La existencia real de Jesús de Nazaret puede ser afirmada con el mismo grado de certidumbre con que afirmamos la de Sócrates o de Atila. Los Evangelios no son tan solo fundamento de una fe religiosa, son también documentos históricos fiables, aunque, desde luego, susceptibles de análisis y de crítica. La existencia de Jesucristo no es objeto de una creencia religiosa en sentido estricto, sino una certidumbre de carácter histórico, una convicción impuesta por testimonios y argumentos enteramente fiables.»

 

13. VALOR HISTÓRICO DE LOS EVANGELIOS

¿Merecen credibilidad los Evangelios que conocemos?

—No voy a ser yo quien niegue ahora la existencia de Jesucristo. ¿Pero cómo sabemos que los Evangelios merecen credibilidad sobre lo que hizo y lo que dijo realmente?

Un libro histórico —como son los Evangelios— merece credibilidad cuando reúne tres condiciones básicas: ser auténtico, ser verídico y ser íntegro. Es decir, que el libro fue escrito en la época y por el autor que se le atribuye (autenticidad), el autor del libro conoció los sucesos que refiere y no quiere engañar a sus lectores (veracidad) y, por último, ha llegado hasta nosotros sin alteración sustancial (integridad).

Los Evangelios parecen auténticos, en primer lugar, porque solo un autor contemporáneo de Jesucristo o discípulo inmediato suyo pudo escribirlos. Si se tiene en cuenta que en el año 70 Jerusalén fue destruida y la nación judía desterrada en masa, difícilmente un escritor posterior, con los medios que entonces tenían, habría podido describir bien los lugares; o simular los hebraísmos que figuran en el griego vulgar en que está redactado casi todo el Nuevo Testamento; o inventarse las descripciones que aparecen, tan ricas en detalles históricos, topográficos y culturales, que han sido confirmadas por los sucesivos hallazgos arqueológicos y los estudios sobre otros autores de aquel tiempo. Los hechos más notorios de la vida de Jesús son perfectamente comprobables mediante diferentes fuentes independientes de conocimiento histórico.

Respecto a la integridad de los Evangelios, nos encontramos ante una situación privilegiada, pues desde los primeros tiempos los cristianos hicieron numerosas copias en griego y en latín, para el culto litúrgico y la lectura y meditación de las escrituras. Gracias a ello, los testimonios documentales son abundantísimos.

Los libros del Nuevo Testamento fueron redactados originariamente en griego sobre papiro, el material en el que se escribían los libros en la antigüedad. La mayoría de esos primeros ejemplares se perdieron relativamente pronto a causa de la corta duración de este soporte, que se deteriora con el uso y la humedad. Por esa razón fueron copiados en pergaminos. Los textos al principio se copiaban en rollos (como las obras literarias de la antigüedad y el Antiguo Testamento) hasta que se impuso la forma de libro (códice), que permitía un fácil manejo y un mejor aprovechamiento del material.

El Nuevo Testamento es el libro antiguo mejor fundado desde el punto de vista textual. Se conservan en la actualidad más de cinco mil copias en griego, conservadas en papiro y pergamino, en rollo o códice. Hay además unos diez mil manuscritos de traducciones antiquísimas a diversas lenguas (latín, copto, armenio, etc.), que dan fe del texto griego que tuvieron a la vista los traductores. Nos han llegado mil quinientos leccionarios de Misas que contienen la mayor parte del texto de los Evangelios distribuido en lecturas a lo largo de todo el año. Y a todo ello hay que añadir las frecuentísimas citas del Evangelio en obras de escritores antiguos, que son como fragmentos de otros manuscritos anteriores perdidos para nosotros.

Toda esta variedad y extensión de testimonios de los Evangelios constituye una prueba históricamente incontrovertible. Si lo comparáramos, por ejemplo, con lo que conocemos de las grandes obras clásicas, veríamos que los manuscritos más antiguos que se conservan de esas obras son mucho más distantes de la época de su autor. Por ejemplo: Virgilio (siglo V, unos 500 años después de su redacción original), Horacio (siglo VIII, más de 900 después), Platón (siglo IX, unos 1.400), Julio César (siglo X, casi 1.100), y Homero (siglo XI, del orden de 1.900 años después). Sin embargo, hay papiros de los Evangelios datados en fechas muy cercanas a su redacción original (gracias a los avances de los estudios filológicos, se pueden datar con gran precisión): el Códice Alejandrino, unos 300 años después; el Códice Vaticano y el Sinaítico, unos 200; el papiro Chester Beatty, entre 125 y 150; el Bodmer, aproximadamente 100; y el papiro Rylands, finalmente, dista tan solo 25 o 30 años.

—Pero, aunque los manuscritos sean muchos y muy antiguos, siempre los copistas pudieron hacer interpolaciones o deformar algunos pasajes. Supongo que no se puede asegurar que haya una certeza total sobre el texto que conocemos.

Ten en cuenta que, habiendo tantísimas copias y de procedencia tan diversa (son muchos miles, en varios idiomas, y encontradas en lugares y fechas muy distantes), es facilísimo desenmascarar al copista que hace alguna alteración del texto, porque difiere de las demás copias que nos han llegado por otros cauces. Han aparecido, de hecho, un reducido número de falsificaciones o copias apócrifas, pero siempre se han detectado con facilidad gracias a la prodigiosa coincidencia del resto de las versiones.

Así se ha venido comprobando a lo largo del propio proceso histórico de descubrimiento de los diversos manuscritos. Por ejemplo, en el siglo XVI se hicieron numerosas ediciones impresas basadas en profundos estudios críticos sobre copias manuscritas, algunas de las cuales se remontaban hasta el siglo VIII, que era lo más antiguo que se conocía entonces. Posteriormente se encontraron códices de los siglos IV y V, y concordaban sustancialmente con aquellos textos impresos. Más adelante, se encontraron cerca de cien nuevos papiros escritos entre los siglos II y IV, la mayoría procedentes de Egipto, que coincidieron también de forma sorprendente con las copias que se tenían.

Teniendo en cuenta la diversísima procedencia de cada uno de esos documentos —repito que son muchos millares, procedentes de lugares y épocas muy diferentes—, cabe deducir que la prodigiosa coincidencia de todas las versiones que nos han llegado es un testimonio aplastante de la veneración y fidelidad con que se han conservado los Evangelios a lo largo de los siglos, así como de su autenticidad e integridad indiscutibles. El Nuevo Testamento es, sin comparación con cualquier otra obra literaria de la antigüedad, el libro mejor y más abundantemente documentado.

 ¿Es verdad lo que cuentan los Evangelios?

Respecto a la veracidad de los Evangelios, podrían señalarse multitud de razones. Pascal, refiriéndose al testimonio que dieron con su vida los primeros cristianos, señala un argumento muy sencillo y convincente: creo con más facilidad las historias cuyos testigos se dejan martirizar en comprobación de su testimonio.

Haber llegado a la muerte por ser fieles a las enseñanzas de los Evangelios otorga a esas personas una fuerte garantía de veracidad. Por lo menos, se conocen pocos mentirosos que hayan muerto por defender sus mentiras.

Además, es bastante llamativo, por ejemplo, que los evangelistas no callen sus propios defectos ni las reprensiones recibidas de su maestro, así como que relaten hechos embarazosos para los cristianos, que un falsificador podría haber ocultado fácilmente. ¿Por qué no se han corregido, o al menos pulido un poco, los pasajes más delicados? ¿Qué razones hay, por ejemplo, para que se narre la traición y dramática muerte de Judas, uno de los doce apóstoles, elegido personalmente por Jesucristo? Ha habido muchas oportunidades —señala Vittorio Messori— para omitir ese episodio, que desde el inicio fue motivo de escarnio contra los cristianos (“¿Qué clase de profeta es este —ironizaba Celso—, que no sabe siquiera elegir a sus seguidores?”). Sin embargo, el pasaje ha llegado inalterado hasta nosotros. La única explicación razonable es que este hecho, por desgraciado que fuera, ocurrió realmente. Los evangelistas estaban obligados a respetar la verdad porque, de lo contrario —y dejando margen a otros motivos—, las falsificaciones habrían sido denunciadas por sus contemporáneos. Los cristianos fueron en aquellos tiempos objeto de burlas, se les consideró locos, pero no se puso en discusión que lo que predicaran no correspondiera a la verdad de lo que sucedió.

Además, puestos a inventar, difícilmente los evangelistas hubieran ideado episodios como la huida de los apóstoles ante la Pasión, la triple negación de Pedro, las palabras de Cristo en el Huerto de los Olivos o su exclamación en la cruz ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"), sucesos que nadie habría osado escribir si no hubieran sido escrupulosamente reales, pues resultaban muy contrarios a la idea de un Mesías, victorioso y potente, tan arraigada en la mentalidad hebrea de la época. Ante contrastes de este tipo, el propio Jean-Jacques Rousseau, nada sospechoso de simpatía hacia la fe católica, pero gran admirador del valor de las Escrituras, afirmaba: ¿Invenciones...? Amigo, así no se inventa. (…) El Evangelio tiene rasgos de verdad tan grandes, tan evidentes, tan perfectamente inimitables, que su inventor sería más grandioso que el héroe".

Lo que hoy sabemos sobre Jesucristo es fiable y creíble porque los testigos son dignos de credibilidad y porque la tradición es crítica consigo misma. Además, lo que la tradición católica nos ha transmitido resiste también el análisis de la crítica histórica. En estos dos últimos siglos se ha pretendido innumerables veces negar la veracidad de los Evangelios. Sin embargo, los avances científicos han ido evidenciando que la mayoría de esos argumentos estaban dictados por el prejuicio ideológico. Y toda esa crítica, que en algunos momentos pareció poner en crisis la fe tratando de eliminar su base histórica, ha logrado más bien, como de rebote, fortalecerla.

En la actualidad se conoce mucho mejor el contexto histórico y literario en el que los evangelios fueron escritos, y eso ha permitido ilustrar, verificar, comprender y contextualizar con más hondura esos relatos. Nuestro conocimiento histórico de ellos es cada vez más sólido y digno de credibilidad. Un gran número de sucesivos descubrimientos ha ido barriendo poco a poco toda la nube de hipótesis que se habían formado en su contra. "Hoy —asegura Lucien Certaux—, después de dos siglos de ensañamiento crítico, estamos descubriendo con sorpresa que, posiblemente, el modo más científico de leer los Evangelios es leerlos con sencillez."

 ¿Hubo realmente milagros?

—¿No es un poco infantil creer en los milagros? Mucha gente sostiene que todos tienen una explicación natural...

Efectivamente —te respondo glosando ideas de André Frossard—, muchos han buscado dar una explicación natural a los milagros del Evangelio. Los progresos de la medicina —aseguran esas personas— sugieren hoy día posibles explicaciones naturales a los milagros de curaciones de paralíticos, sordomudos, endemoniados, etc. Por ejemplo, todas las enfermedades pasan por fases de remisión, sobre todo contando con la sugestión que podía darse en estos casos, y con que no se sabe si luego recayeron en su mal. También explican fácilmente la resurrección de muertos. Dicen que en aquella época los certificados de defunción se extendían por simples apariencias, y no es de extrañar que algunos luego se reanimaran (según estos hombres, el número de personas enterradas vivas en la antigüedad debió ser enorme). Otros milagros, como caminar sobre las aguas, o la multiplicación de los panes, los explican como efecto de espejismos, ilusiones ópticas o cosas semejantes. Y los fenómenos sobrenaturales, como modos ingenuos de explicar a los espíritus sencillos las realidades habituales difíciles de entender. Para todos los milagros, incluso para los más espectaculares, encuentran alguna curiosa explicación natural, y algunas de ellas, desde luego, más milagrosas aún que los propios milagros.

Parece como si esas personas, que se afanan tanto por enseñarnos a leer “de una forma madura” el Evangelio, tuvieran miedo de ser tildadas de espíritus simplistas, y por eso hacen gala de un ingenio muy notable para racionalizar la fe y eliminar de ella todo fenómeno sobrenatural, sugiriendo a cambio asombrosas interpretaciones figuradas, simbólicas o alegóricas. Al final, acaban queriendo que creamos que lo único verdadero de todos los Evangelios son las “explicaciones a pie de página” que ellos ponen.

Sin embargo, se les podría objetar que, desde los orígenes, todos los grandes espíritus nacidos de la fe cristiana han dado crédito a los relatos —evidentemente milagrosos— de la Anunciación, de la Ascensión o de Pentecostés, sin prestarse jamás a ese tipo de interpretaciones. Por otra parte, no se tiene noticia de que ninguno de esos expertos en enseñarnos a interpretar la Sagrada Escritura haya tenido jamás siquiera alguna de las alucinaciones o espejismos a las que tanto recurren para explicar los milagros que han sucedido a los demás. Tendrían que explicarnos cómo pudieron ser tan corrientes en aquella época, y además de modo colectivo y ante personas enormemente escépticas ante ellos. Quizá sea porque como ellos nunca han visto a un ángel, ni se han encontrado con un cuerpo glorioso —yo tampoco—, no admiten que nadie haya podido tener tan buena suerte. Acaban por parecerse a esas personas que se resisten a creer que Armstrong haya pisado la Luna por el simple hecho de no haber podido estar allí con él.

—Pero quizá cuando avance más la ciencia se encuentre explicación a esos milagros...

La creencia o increencia en los milagros —escribe C. S. Lewis— está al margen de la ciencia experimental. No importa lo que esta progrese: los milagros son reales o imposibles con independencia de ella. El incrédulo pensará siempre que se trata de espejismos o hechos naturales de causas desconocidas. Pero no lo piensa por imperativos de la ciencia, sino porque de antemano ha descartado la posibilidad de lo sobrenatural.

Hoy la ciencia médica obtiene curaciones estupendas, pero valiéndose de medios avanzados, con frecuencia complicados y largos. En esto no hay prodigio, sino técnica y uso inteligente de los medios. Pero si un hombre cura a un ciego o a un leproso con una simple palabra, entonces es preciso buscar la causa del hecho fuera de las leyes y los medios naturales.

—¿Y te parece muy importante para la fe admitir los milagros?

El Evangelio sin milagros queda reducido a una colección de amables moralejas filantrópicas. La predicación de los apóstoles y el testimonio de los mártires perdería casi todo su sentido. Por otra parte, si los milagros son imposibles, no se puede creer que Dios se hizo hombre, ni se puede creer en su resurrección, y ambos son milagros centrales de la fe cristiana. «Desechados los milagros —concluye C. S. Lewis—, solo queda, aparte de la postura atea, el panteísmo o el deísmo. En cualquier caso, un Dios impersonal que no interviene en la Naturaleza, ni en la historia, ni interpela, ni manda, ni prohíbe. Este es el motivo capital por el que una divinidad imprecisa y pasiva resulta para algunos tan tentadora.»